La joven de la aldea.

Varios/Otros


En otra ocasión, por primavera, llegué a un pueblecito y me detuve en casa del sa-cerdote. Era éste un hombre excelente que vivía solo. Pasé tres días en su casa. Habién-dome examinado durante esos días, me dijo:

—Quédate conmigo y yo te pagaré un salario, pues tengo necesidad de un hombre de confianza. Ya has visto que está en construcción una iglesia nueva de piedra junto a la vieja que es de madera. No me es posible encontrar un hombre de conciencia para vigilar a los obreros y estar en la capilla para recoger las limosnas para la construcción; veo que tú serías a propósito para esto y que este género de vida te convendría mucho. Podrás estar solo en la capilla para rezar y pedir a Dios, pues hay en ella un lugar solitario donde pasar el día. Quédate, por favor, al menos hasta que la iglesia esté terminada.

Yo me resistí cuanto pude, pero al fin debí ceder a las súplicas apremiantes del sa-cerdote. Me quedé pues hasta el otoño, y me instalé en la capilla. Al principio tuve bas-tante tranquilidad y pude ejercitarme en la oración; pero los días de fiesta, sobre todo, venía mucha gente, unos a rezar, otros a bostezar, y otros para sisar algunas monedas de la bandeja de la colecta. Y como yo leía la Biblia o la Filocalía, algunos de los visitantes solían conversar conmigo, y otros me pedían que les hiciera un poco de lectura.

Al cabo de algún tiempo, observé que una joven del lugar venía con frecuencia a la capilla y se quedaba en ella largo tiempo haciendo oración. Como yo prestase atención a lo que rezaba, oí que decía oraciones muy raras, y hasta algunas totalmente desfiguradas. Le pregunté quién le había enseñado aquellas cosas. Y me respondió que su madre que era ortodoxa, mientras que su padre era un cismático , de la secta de los «sin sacer-dotes». Esta situación me pareció muy triste y le aconsejé recitar las oraciones correc-tamente, según la tradición de la Santa Iglesia. Le enseñé el Padre Nuestro y el Ave María. Al fin le dije:

—Reza sobre todo la oración de Jesús; ella nos acerca a Dios más que todas las de-más oraciones y por ella conseguirás la salvación de tu alma.

La joven me escuchó con atención y se condujo con toda sencillez según mis conse-jos. ¿Y lo creeréis? Poco tiempo después me anunció que se había acostumbrado a la oración de Jesús y que sentía el deseo de repetirla incesantemente siempre que le era posible. Cuando rezaba, sentía alegría y finalmente un gran gozo, así como el deseo de continuar rezando. Todo esto me causó gran contento, y le aconsejé que siguiera rezando cada día más, invocando el nombre de Jesucristo.

El verano tocaba a su fin. Muchos de los visitantes de la capilla venían a visitarme, no solamente para pedir un consejo o una lectura, sino para contarme sus dificultades familiares y aun a preguntarme cómo hacer para encontrar los objetos perdidos; induda-blemente muchos me tomaban por un adivino. Y he aquí que un día de aquellos, vino la joven, toda llena de amargura, a preguntarme qué es lo que debía hacer. Su padre quería casarla contra su voluntad con un cismático como él y el oficiante sería un campesino. «¿Es esto un matrimonio legal?», clamaba la pobre; ¡esto no es sino puro libertinaje! Quiero huir a cualquier lugar que sea. Yo le repliqué:

—¿A dónde huirás, que no te encuentren en seguida? En estos tiempos, en ninguna parte podrás ocultarte, pues careces de toda documentación; fácilmente darán contigo. Es mejor rogar a Dios con fervor y celo que desbarate por sus caminos los propósitos de tu padre y que guarde tu alma del pecado y de la herejía. Esto es siempre mejor que tu idea de fuga.

Pasaba el tiempo. El ruido y las distracciones me resultaban cada vez más penosas. Y por fin, al terminar el verano, decidí abandonar la capilla y volver a peregrinar como antes. Me presenté al sacerdote y le dije:

—Padre mío, usted conoce mi manera de ser. Yo necesito tranquilidad para ocupar-me en la oración, y aquí no encuentro sino bulla y distracciones. Ya he cumplido con lo que usted me había pedido, quedándome todo el verano; ahora, permítame seguir mi camino y bendiga mi solitaria ruta.

El sacerdote no quería dejarme ir y buscó convencerme aún con un discurso:

—¿Qué es lo que te puede impedir orar en este lugar? Ninguna ocupación tienes más que permanecer en la capilla, y la mesa la encuentras puesta. Continúa rezando aquí día y noche si así te place, y vive con Dios. Tú vales y eres útil aquí; no dices tonterías a los visitantes, eres fiel y honrado y además aseguras ciertas limosnas a la iglesia de Dios. Esto es mejor a los ojos del Señor que tu oración solitaria. ¿Por qué vivir todo el día solo? Entre la gente, la oración se hace con mucha más alegría. Dios no creó al hombre para que no se conozca más que a sí mismo, sino para que cada uno ayude a su prójimo, comunicándose unos a otros la salvación, según las posibilidades de cada cual. Fíjate en los santos y en los doctores ecuménicos: día y noche estaban en movimiento y preocu-pados por la Iglesia, predicaban en todas partes y no se ocultaban en la soledad lejos de sus hermanos.

—Cada uno recibe de Dios el don que más le conviene, padre mío: muchos predica-ron a las muchedumbres y otros muchos vivieron en la soledad. Cada uno obraba según su propia inclinación, creyendo que era el camino de salvación que Dios mismo le indi-caba. Pues ¿cómo explicará usted que tantos santos hayan rechazado todas las dignida-des y los honores de la Iglesia huyendo al desierto, a fin de no ser tentados en el mundo? San Isaac el Sirio abandonó de esta manera a sus fieles, y el bienaventurado Atanasio el Athonita dejó su monasterio: consideraban estos lugares como demasiado seductores, y creían en verdad en las palabras de Jesucristo: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? .

—Pero es que esos eran grandes santos —contestó el sacerdote.

—Si los santos se guardaban con tanto cuidado del contacto con los hombres —respondí yo—, ¿qué no deberá hacer un desgraciado pecador?

Finalmente, dije adiós a aquel buen sacerdote y nos separamos afectuosamente.

Después de caminar diez verstas, me detuve para pasar la noche en un pueblecito. Había allí un campesino enfermo de muerte. Yo aconsejé a su familia que le hiciera comulgar con los santos misterios de Cristo, y llegada la mañana mandaron al pueblo en busca del sacerdote. Yo me quedé allí a fin de inclinarme delante de los Santos Dones y rezar durante la administración de tan gran sacramento. Estaba sentado en un banco delante de la casa esperando la llegada del sacerdote, cuando de repente vi venir co-rriendo hacia mí a aquella joven que había visto rezando en la capilla.

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —le pregunté.

—Es que en mi casa estaba ya todo preparado para casarme con el cismático, y he huido.

Y luego echándose a mis pies, me suplicó:

— ¡Ten compasión de mí! Tómame contigo y llévame a un convento; yo no quiero casarme, sino vivir en el convento rezando la oración de Jesús. A ti te escucharán, y me recibirán.

—¿Qué es lo que dices? ¿A dónde quieres que te lleve, si no conozco un solo con-vento por estos lugares? ¿Ni cómo llevarte conmigo no teniendo, como no tienes, pasa-porte? En estas condiciones no te será posible detenerte en ninguna parte; te harán volver a tu casa y te castigarán por vagabunda. Mejor será que te vuelvas a casa y ruegues a Dios; y si no quieres casarte, finge alguna incapacidad. Se llama a esto una ficción pia-dosa; así obró la santa madre de Clemente, la bienaventurada Marina , que se santificó en un monasterio de hombres, y otros muchos.

Mientras hablábamos de esta manera, vimos llegar a cuatro campesinos en un carri-coche galopando derechos adonde estábamos nosotros. Apoderándose de la joven, la hicieron subir al carro y la enviaron por delante con uno de ellos; los otros tres me ataron mano con mano y me volvieron al lugar donde había pasado el verano. A todas mis explicaciones, respondían vociferando:

—¡Vaya con el santito este! ¡Ya te vamos a enseñar a seducir a las muchachas!

Hacia el atardecer, me llevaron a la cárcel, me pusieron el cepo en los pies y me en-cerraron para juzgarme por la mañana siguiente. El sacerdote, al saber que me hallaba preso, vino a visitarme, me trajo de comer, me consoló y me dijo que él tomaría a su cargo mi defensa y declararía, como confesor, que yo estaba bien lejos de tener las in-tenciones que me querían atribuir. Estuvo un poco de tiempo conmigo y se fue.

Al llegar la noche, el preboste de la jurisdicción vino a pasar por aquel lugar, y le contaron lo que sucedía. Dio orden de convocar la asamblea comunal y de llevarme a la casa de justicia. Entrados en ella, permanecimos de pie, esperando. En esto llegó el pre-boste dispuesto a proceder inmediatamente. Se sentó en el estrado, guardando su som-brero, y gritó:

—A ver, Epifanio: esta joven, tu hija, ¿no se ha llevado nada de tu casa?

—Nada, señor.

—¿No ha hecho alguna bellaquería con este idiota?

—Ninguna, señor.

—Entonces el asunto está terminado y juzgado, y decidimos:

Con tu hija, arréglate como mejor te parezca; a este tunante le pediremos que se vaya lejos de aquí, después de haberle impuesto un buen correctivo, para que nunca se le ocu-rra poner de nuevo los pies en este pueblo. Y se acabó.

Y sin añadir una palabra más, el preboste se levantó y se fue a dormir. A mí, me de-volvieron a la prisión. Al día siguiente, muy de mañana, vinieron dos gañanes que me dieron mis buenos azotes dejándome luego en libertad. Yo me alejé, dando gracias a Dios que me había permitido padecer en nombre suyo. Todo esto me llenó de grandísimo consuelo y me animó más y más a la oración.

Estos acontecimientos no me causaron la más pequeña aflicción. Parecía como si se le acaecieran a otra persona y yo no fuera más que un espectador; y esto aun cuando me estaban dando los azotes. La oración, que llenaba de alegría mi corazón, no me permitía prestar atención a cosa alguna. Cuando llevaba recorridas cuatro verstas, me encontré con la madre de la joven, que volvía del mercado. Se detuvo y me dijo:

—El novio de la niña nos ha dejado. Se ha enojado contra Akulka , y todo por haberse ido de casa.

Luego me dio un pan y un pastel, y yo seguí mi camino.

El tiempo era seco y yo no tenía ganas de dormir en poblado. En esto vi en el bosque dos montones de heno, y a ellos me fui para pasar la noche. Me quedé dormido y em-pecé a soñar que iba camino adelante, leyendo los capítulos de San Antonio el Grande en la Filocalia. En esto, se presentó el starets y me dijo: «No es esto lo que tienes que leer»; y me indicó el capítulo treinta 1cinco de Juan de Cárpatos en donde está escrito: «… a veces el discípulo se ve expuesto al deshonor, pero sobrelleva estas pruebas por aquellos a quienes ha ayudado espiritualmente». Y me señaló asimismo el capítulo cua-renta y uno en el que se dice: «… todos aquellos que se entregan con mayor ardor a la oración están más expuestos a terribles y fortísimas tentaciones».

Luego me dijo:

—¡Animo y no decaigas nunca de valor! No olvides las palabras del Apóstol: Mayor es quien está en vosotros que quien está en el mundo . Ahora has visto por experiencia que no hay tentación que esté sobre las fuerzas del hombre. Porque Dios dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla . Por la esperanza en el auxilio del Señor fueron sostenidos los santos, que no pasaron la vida solamente rezando, sino que buscaron, por amor, enseñar y dar luz a los demás. Mira lo que dice a este propósito San Gregorio de Tesalónica : «No basta orar incesantemente según el mandamiento divino, sino que debemos exponer esta enseñanza a todos: monjes, laicos, inteligente o simples, hombres, mujeres o niños, a fin de despertar en ellos el celo por la oración interior.» El bienaventurado Calixto Teicoudas se expresa de la misma manera: «La actividad espi-ritual (es decir, la oración interior) —escribe—-, el conocimiento contemplativo y los medios de elevar el alma no se han de guardar para uno mismo, sino que se deben co-municar por la escritura o por el discurso a fin de procurar el bien y el amor de todos. Y la Palabra de Dios declara que el hermano a quien su hermano ayuda es como una ciu-dad alta y fortificada . En todas estas cosas hay que huir de la vanidad con toda la fuerza del alma, y vigilar para que la buena semilla de las divinas enseñanzas no sea arrastrada por el viento.»

Cuando me desperté, sentí una gran alegría en mi corazón y muy renovado vigor en mi alma. Y sin más continué mi camino.




Extracto de: "El peregrino ruso" o también nombrado "Relatos de un peregrino ruso", es un libro del siglo XIX de reconocida fama dentro de la práctica contemplativa hesicasta en la espiritualidad ortodoxa . Junto con la Filocalia es uno de libros más populares del cristianismo ortodoxo

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