El amante eterno.

Varios/Otros


Quienes poseen fuerte naturaleza elemental reciben, con frecuencia, visiones y penetran, fácilmente, en las regiones de los elementales. Se nos ha concedido el privilegio de relatar algunas de las inspiraciones, recibidas por una discípula.

Ellas darán al estudiante alguna idea sobre dichas regiones, de las cuales proviene la inspiración.

Las damos en las propias palabras de dicha discípula.

La belleza natural y la música son los lazos que la retienen en este plano. Ella es de inclinación altamente religiosa; pero de carácter pagano, y considera a este mundo como lugar de trabajo y de sufrimiento.

Al elevarse a estas esferas superiores empieza por rejuvenecerse; se vuelve como una niña y se siente feliz y en paz con todas las cosas. Experiencias pasadas muestran que poseía una naturaleza imperativa; en una encarnación había sido cortesana y en otra monja; pero la fuente elemental de su ser la llama constantemente. Por haber sufrido mucho en pasadas encarnaciones, ha perdido el contacto con su guardián elemental, el cual posee gran iluminación y poder.

Puedo seguir sus encarnaciones desde las esferas elementales (que fueron la fuente de su iluminación), hasta este mundo obscuro. Aunque soportó su karma con rebeldía, no está divorciada de los elementales que vienen y guían sus pensamientos. También se le aparecen ciertos seres de orden jerárquico, cuya belleza y serenidad son maravillosas.

La vida de esta discípula ha sido un constante dar; sin que, según ella cree, haya sido compensada. Cuando niña consideró que este mundo era una ilusión. Percibe fácilmente cualquier hipocresía o falta de honradez en las personas, y posee el poder elemental de las sílfides, para señalar los puntos débiles en el carácter de una persona. Dejemos que ella hable.


EL AMANTE ETERNO

Oí una voz que me llamaba, diciendo: Ven, amada mía y sígueme. Soy aquel que vive en la tierra de fragancia perpetua, cuyos muros son de cristal.

Y el sonido de la voz hizo que, del Arbol del Amor brotaran ramas en mi interior. El Arbol del Amor, cuyas flores son luz con música y cuyas hojas están grabadas en oro.

Busqué a mi Amado durante muchos días; pero no lo encontré, ni tampoco llegó a mí el eco de su voz en alas del viento; caminé lejos por el Valle de la Desolación.

Mientras caminaba por este Valle, de las montañas a lo lejos vino un jinete, cuya lanza y escudo brillaban; me levantó y me llevó a través de la ilusión del mundo, a donde había un altar adornado con guirnaldas de flores de sensación, y tenía curiosamente talladas en sus ángulos cabezas de carnero.

Detrás del altar estaba un ser coronado, sobre cuya cabeza aparecía el nimbo de la luna.

Aquel ser me tendió la mano y me ungió; a la vez, que sostenía ante mí un aguamanil, del cual extrajo collares de perlas, zafiros y esmeraldas y, al lanzarlos yo, con una carcajada, al Sol, oí de nuevo la voz de mi Amado, invitándome a sentarme a orillas de la Corriente del Recuerdo Perdido.

Las aguas de esta corriente se deslizaban límpidas; no obstante, al hundir mi mano en ellas extraje piedras preciosas; cada piedra tenía su fragancia particular propia y, de la espesura y de los cercos, vinieron faunos y duendes, compañeros de juego de una edad pasada, los cuales me adornaron con joyas, entonando cantos, que eran como el suave murmullo de fuentes, y me mostraron el sendero que mi Amado había tomado.

Como pájaro en libertad, me sentía inundada de felicidad; mi mente quedó en calma y, como mecida en un nido, que flota sobre un mar de luz de luna, me sobrevino el sueño.

En la distancia de un sueño, vi a mi Amado al lado de la torre centinela de mi alma, y me gritó diciendo: Prepara el camino, porque vengo a ti con un nuevo cuerpo y una nueva mente; con un estuche de preciosos ungüentos y un cáliz de la luna.

Las praderas de tu cerebro se harán fértiles, y alrededor de tus pies se extenderá la red de expresión, que te capacitará para retener la imaginación de otras mentes.

Ningún Padre me ha engendrado, ninguna madre me ha amamantado. Como símbolo del tiempo y abogado de justicia, me mantengo sereno en el lugar de descanso del silencio.

Yo soy la muralla de cristal, levantada alrededor del jardín de la naturaleza, en las laderas del cual se encuentran los depósitos de comprensión.

De mi tierra vienen el canto y la risa y el ritmo de la danza. Mis mensajeros corren delante del pensamiento con el apresuramiento y el batido de alas.

Sembrando y cosechando, te he seguido por los campos de ayer. En la Arcadia impregné tu mente con la Aurora de Juventud, porque yo soy el Amante Eterno, ante el cual todos los demás palidecen. Cada uno de éstos tiene para ti una faceta de mí; de manera que no pueden satisfacer tus ansias, ni apagar tu sed.

Babilonia fue conocida por mí; tú me has rendido culto por medio de los ritos de Istar.

Asur oyó el sonido de mi voz; pero yo me mantuve oculto. Egipto descubrió mi faz, Grecia puso sus tesoros a mis pies y escuchó mis cantos.

A través de los ojos de muchos amantes, te he contemplado, corriendo mis velos por la magia del color, del perfume y del sonido.

La puesta y la salida del Sol han sido sólo eslabones de la cadena que te liga a mí; porque yo soy quien te confortó en los dolores del nacimiento y te envolvió en las protectoras alas de la muerte. Yo soy tu estrella eterna.

En respuesta a mi Amado, llegó un mensajero a la torre centinela de mi alma y me tocó la frente, de manera que mi mente fué elevada al Cielo Superior.

Un gran patio, de forma circular, estaba dividido en doce secciones, en cada una de las cuales había un signo del Zodíaco; de cada signo se elevaban escaleras en espiral, que conducían a una terraza de cristal, donde las gentes del Sol caminaban con las hijas de la Luna.

En el centro del patio, se levantaba una fuente más grande que la que cercaba sus paredes; el murmullo de esta fuente parecía ser el origen de toda la música; muy alto sobre ella, hasta refundirse en el cielo más interno, aparecía un arco iris cuyos colores palidecían y se avivaban, a medida que las aguas se elevaban y caían.

Luego mi guía me invitó a mirar a las obscuras ciudades del mundo y vi que, la única luz que llegaba a la tierra era el reflejo de la pared de cristal y que, donde caía la lluvia de la fuente, iluminaba las mentes de los poetas, coloreaba los pinceles de los pintores y hacía nacer sueños en los corazones de los hombres.

Y mientras miraba, el espíritu de la fuente me habló, diciendo: ¿A quién buscas? Creyendo que yo era la voz de aquel a quien buscaba, abrí los brazos exclamando: A mi Amado, en cuya frente brilla la estrella eterna.

Prontamente, helado y agudo tormento penetró en mi corazón, al contestar la voz: El está ya muy lejos de aquí. Búscalo en el mundo por la puerta del servicio. La fuente quedó en silencio; el arco iris se mantuvo- inmóvil.

Pasé por el portal al patio exterior, que vi vagamente al través de mis lágrimas. Apoyándome en un pilar, pues toda mi fuerza parecía haberme abandonado, esperé. En las sombras se movía una forma y la llamé, porque creí reconocer a uno a quien había amado; pero al acercarse y ascender la escalinata del pórtico, vi que no era mortal, sino la diosa Venus, con una de sus doncellas, y me lancé a ella delirante de gozo. Sentí la turgencia de su pecho y todo mi pecho se llenó con la maravilla de su belleza; pero al tocarla, se volvió y me miró con ojos de disgusto y, lanzando un grito de dolor, huyó de mí. Bajándome, recogí un ramo de flores, que ella había arrojado en su huída; parecía haber sido cortado recientemente del Arbol de Juventud, porque las abejas de felicidad lo siguieron, murmurando el canto de Primavera.

Volví al mundo sujeta a la pobreza, y el destino me llevó por sendas extrañas. Yo que había mirado al servicio como un derecho, fuí llamada entonces a servir.

Oí el estruendo de la senda llamada Comercio, donde la mente de la máquina rige suprema.

Vi hombres cuyas almas se habían encogido, hasta convertirse en algo parecido a hojas marchitas. Oí la risa hueca del rico, cuyos pies indiferentes pisan la prensa, que extrae el vino de la riqueza, exigiendo más y siempre más, sin dar apenas: buscan la felicidad y el placer, pero encuentran el tonel de vaciedad.

Anduve entre muchos, tan sobrecargados por la tensión y la lucha por la existencia, que habían, casi, olvidado que existía la belleza. A éstos, les di una flor del ramo que yo llevaba; por cada flor, que yo daba, brotaba otra en su lugar, y quienes contemplaban o sostenían estos frágiles pétalos, sentían renacer en ellos la esperanza; la belleza que les entraba por los ojos, transformaba sus mentes en jardines, que los alejaban de este mundo.

Sin embargo, me sentía sola y triste. No tuve ningún vislumbre de aquel a quien yo buscaba; parecía tan distante como la rosa que crece en tierra muy lejana, cuyo perfume sólo me llega en sueños.

Un día, mientras caminaba por una calle, una figura me hizo seña de que la siguiera; la seguí por estrechos pasajes y torcidas callejuelas, hasta que parecía que nos habíamos hundido bajo tierra; en una hornacina, abierta en la pared, tras las barras de una reja, vi algo que vibraba.

Mirando más de cerca, reconocí la piedra del Recuerdo; la cual como una lanzadera, se mueve de un lado a otro por el espacio del tiempo. Pasando mis manos por las barras, la retuve y me dió el poder para ver en el pasado y comprender la razón del sufrimiento.

Aquella noche, en una visión, vi de nuevo al Bien Amado. En una mano sostenía un estuche y en la otra un cáliz.

Tomé el estuche y lo abrí; pero, encontré en él otros siete estuches; él me dijo: Abre el tercer estuche. Al abrirlo, vi dentro una imagen de mí misma embalsamada en fino hilo; él me dijo de nuevo: Abre el segundo estuche, al abrirlo, encontré otro cuerpo similar al primero; pero en la frente tenía una diadema de siete perlas.

Mi Bien Amado me invitó a abrir el quinto estuche; lo que hice con cierto temor; en el mismo yacía un cuerpo descompuesto; sabiendo que procedía de mis malos pensamientos, me aparté con repugnancia; pero mi Bien Amado, vertió sobre él el contenido del cáliz y transformó la malicia en la sabiduría de la experiencia.

Entonces se dejó oír una voz procedente del séptimo estuche, el cual, al tocarlo yo, se abrió; en él había un ramo de ámbar y nácar, hábilmente unidos y entrelazados; lo tomé y lo planté en la tierra, regándolo con mis lágrimas. Nueva vida fluyó por el tallo de ámbar; sin embargo el olor era rancio; pero el ramo entretejido de nácar daba de sí mismo y lo nutría; al hacerlo así, el ámbar se transformó en primorosa y, finalmente, en el parecido de la perla.

La voz del Bien Amado exclamó: Prepara el camino, porque yo soy el que vuelve a ti; inclinándose sobre mí, cerró mis labios. No obstante, mi corazón cantaba.

Luego, mirando a los estuches, se volvió y me dijo, con ira: Abre el primero. Así lo hice. En él estaba mi alma; mi alma encendida y ella me dió su mensaje. Entonces, el Bien Amado gentilmente abrió mis labios.

Abriendo el cuarto estuche, me hizo ver que nada contenía; sin embargo, ante mi sorpresa, surgió del mismo una nube de perfume, la fragancia de la felicidad, que yo había dado a otros.

En el sexto estuche había una bola de cristal; al mirar la superficie del mismo, vi, extendido desde el cielo, el gran brazo de un Dios; por aquel brazo descendían carrozas y jinetes; toda la procesión de días ya pasados; los que, al entrar en mi mente, me mostraron la perdida belleza de cada siglo.

No tocado por la muerte, ni dañado por el tiempo, el Amor, estaba ante mí; pasó sus manos sobre los estuches, envolviéndolos en una llama rosada y, con mi Bien Amado y con él, entré en la gloria de la Aurora.

Pero la hora de la realización no había llegado todavía. Fuí dejada sola en la tierra de la soledad, donde la quietud se cernía como las alas extendidas de algún pájaro amenazador; de debajo de la tierra llegaba un sonido apagado, parecido a la nota repetida de un toque de campana.

Vagué por la desolada frialdad de los valles, buscando algún camino de salida, pero las montañas me rodeaban por todos lados.

En mi desamparo oré; al hacerlo, vi lejos, a gran distancia, a muchos hombres tirando de una soga que parecía interminable, como si se extendiera hasta el principio mismo del tiempo.

Guiada por una luz, encontré mi camino y, al llegar a aquel lugar, vi que los hombres estaban agobiados y fatigados; pero, al mismo tiempo, animados de una fuerza interna; en la frente de cada uno resplandecía irradiante llama. Supe, entonces, que aquellos hombres constituían la Cadena de Iniciados, que soportan la carga del mundo, y les pedí la bendición. Uno de ellos me invitó a que apoyara mi mano sobre la suya, que tiraba de la soga; como una corriente eléctrica vibró en mí la crueldad del hombre; lo mismo que la tristeza y el sufrimiento de la humanidad; estalló en mis sentidos como un relámpago, hasta que una misericordiosa oscuridad me envolvió.

Al recobrar la conciencia, me encontré en la cumbre de una montaña, y ante mí se extendía una senda hasta el campo abierto. Me tendí allí, mirando al cielo y, al mirar así, se abrieron las nubes y, desde el cielo, descendieron dos manos llevando un cáliz del que derramaron una substancia cristalina sobre mí; me puse en pie y ante mí surgió un árbol.

Era el Arbol del Amor, cuyas flores están llenas de música y cuyas hojas brillan de oro; y alrededor del cual se agrupaban silfos del aire, los faunos y las dríadas de la selva, y los diminutos seres del campo.

Estos colocaron alrededor de mi cuello una guirnalda de amaranto, y los niños de los rayos de luna me vistieron de prendas rutilantes, y colocaron una corona de estrellas en mi cabeza.

Por los jardines de Arcadia, me condujeron a un altar; en tanto que respondían, con su canto, a la voz de mi Bien Amado, y, de la misma manera que la neblina matinal es envuelta e interpenetrada por la luz del Sol, yo me sentí unificada con la belleza, Conquistadora del Amor.


Extracto de DIOSES ATOMICOS (LA AURORA DE LA JUVENTUD)

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