El secreto de las siete semillas. II.2

Varios/Otros


Al ver que Ignacio empezaba a comprender, el maestro concluyó: "Cuando te tomas un té usando una de esas bolsitas filtrantes, el agua de tu taza gradualmente se tiñe de un color oscuro. De la misma forma, ante las diferentes situaciones en la vida cuando nuestra niñez ha sido difícil, nosotros somos como los sobres de té. Teñimos las situaciones con emociones oscuras guardadas hace mucho tiempo en nuestra mente, pero por desgracia no somos conscientes de ello".

Finalmente, el maestro le pidió a Ignacio que regresara al día siguiente para iniciar el proceso de autoconocimiento.

Mientras manejaba de regreso a su casa, Ignacio reflexionaba sobre su relación con el maestro. Le ocurría un fenómeno extraño. Cuando estaba frente a él, le parecía que transmitía una enorme sabiduría. Sus comentarios le parecían sensatos y lógicos. Pero a medida que se alejaba de él todo el asunto le empezaba a parecer absurdo. ¿Cómo podía ser que nuestra experiencia de niños afectase tanto nuestra vida? ¿Qué es eso de una memoria subconsciente que incide en nuestras conductas? ¿Qué tenia que ver su niñez con el hecho de que él se sintiera tonto o inútil? Sin embargo, dentro de él algo le decía que debía seguir explorando ese camino.

Además de estos temas referidos a la niñez, a Ignacio le incomodaba hablar de asuntos emocionales. Pensaba que todo lo logrado en su vida había sido posible gracias a su mente y su capacidad para bloquear y dominar sus emociones; lo único que las emociones habían traído a su vida eran problemas. Él consideraba a las personas emocionales como débiles, incapaces y vulnerables.

Ignacio llegó a su casa en San Isidro y se dirigió a su estudio, en el segundo piso. Era su lugar predilecto, una especie de escondite del mundo donde podía aislarse para pensar o trabajar. En realidad era una gran biblioteca con estantes de caoba fina que llegaban hasta el techo, repletos de libros básicamente de administración y negocios. Su escritorio era un mueble muy fino, importado de Inglaterra. Tenía una computadora de última generación con todos los accesorios posibles. Todo era impecable y muy ordenado. Ese era el trono de Ignacio. Allí se sentía con poder y control. Normalmente acudía a su trono cuando se sentía amenazado. Ignacio había logrado aprender una estrategia para eliminar sensaciones de debilidad y vulnerabilidad. Simplemente se aislaba en su escritorio a trabajar en cosas de la oficina, a navegar por internet o a leer el libro de moda sobre administración. Hoy era un día de esos en los que necesitaba escaparse del mundo. Se sentía angustiado y no sabía por qué. En pocos minutos, Ignacio estaba concentrado revisando los costos de una línea de productos que pensaba importar. Había logrado, una vez más, esconder y sumergir sus emociones. Todo estaba bajo control.

Las cosas en la oficina no iban mejor, y aunque el trabajo se seguía acumulando y los conflictos no cesaban, para el día siguiente a las seis de la tarde se había comprometido a visitar al maestro. Por un lado quería ir y explorar un mundo que desconocía, pero por otro lado sentía que todo era una pérdida de tiempo en un momento de mucho trabajo. Forzándose así mismo y con muchas dudas, subía a su BMW y se dirigió a la casa del maestro.

Cuando llego, tuvo que aguardar unos infinitos cinco minutos antes de ser recibido. Esto terminó de colmar su paciencia.

–Mire, maestro –le dijo Ignacio con autoridad–. La verdad es que todo este tema del autoconocimiento me parece interesante, pero no quisiera tener que perder tiempo en discutir mis emociones.

Ignacio le contó al maestro su estrategia de sumergirse en el trabajo para controlar sus emociones, mostrándose orgulloso de ser una persona con total dominio de su psiquis.

–En esta vida, las personas que vencen son aquellas que se manejan por la mente y no por el corazón. Eso lo tengo muy claro –aseveró Ignacio.

El maestro, que lo escuchaba con calma, le pidió que lo excusara un momento. A los pocos minutos regreso con un vaso de agua que contenía un hielo.

–Toma este vaso y trata de sumergir el hielo dándole un solo empujón –solicitó el maestro entregándole el vaso–. Hazlo de tal forma que el hielo permanezca la mayor cantidad de tiempo sumergido.

Ignacio no podía con aquello.

–Maestro, estoy cansado de que no me escuche y de que se desvíe por la tangente con sus juegos ridículos. Le estoy hablando de algo importante para mí y usted quiere que sumerja este hielo.

–Confía en mí, Ignacio, todo en la vida tiene sentido. Empuja el hielo.

Ignacio empujó el hido con resignación, sintiéndose un poco ridículo. El hielo se sumergió en el agua por unos segundos pero luego volvió a la superficie. Lo volvió a hacer y nuevamente el hielo regresó a la superficie.

–¿Qué me quiere enseñar con esto? –pronunció Ignacio con tono de burla–. ¿Qué yo soy ese hielo porque no tengo emociones? ¿Qué en este estado no podré ingresar a la sabiduría que es el agua? Déjeme decirle que la única forma de subsistir en este mar de problemas en el que yo vivo es ser un hielo y no mostrar mis emociones.

Como ha visto con el hielo, es la única forma de salir siempre a flote.

–Interesante interpretación, Ignacio, pero ése no es el significado que quería ilustrar. –El maestro tomó asiento y fijó sus ojos en los ojos de Ignacio–. Cuando uno tiene traumas de niñez, como te expliqué antes, las emociones de estos episodios afloran a la superficie. Si tú sumerges y bloqueas estas emociones, como me has contado que haces, es como empujar el hielo hacia abajo. Pero como has visto, el hielo siempre regresa. A diferencia del hielo, al que puedes ver regresando a flote, nuestras emociones bloqueadas afloran pero no las vemos, es decir, no somos concientes de ello. La única forma de que estas emociones no regresen es disolverlas, como el hielo en el agua. Esto se logra con paciencia y elevando la temperatura del agua. Ignacio, debes elevar tu temperatura emocional y volver a integrarte como persona. No puedes vivir pensando que eres un robot porque eso es sólo engañarte a ti mismo. Debes entender que tienes un aspecto emocional y otro racional y que es necesario integrarlos para que seas feliz.

Al ver que Ignacio no entendía del todo, continuó:

–Si una persona viene a contarte algo muy triste y tú no quieres escucharla, puedes taparle la boca para conseguirlo. Pero igual te comunicará su tristeza con su expresión y sus lágrimas; eso no lo puedes evitar. Ignacio, dentro de ti hay una per-sona muy triste que habla con emociones de dolor y tú le tapas la boca para no oírla, ocultándola y sumergiéndola en tu interior. Pero recuerda que esa persona también llora, y cada lágrima aflora en ti e influye en tu conducta sin que te des cuenta.

Una vez más, el maestro había logrado desarmar la racionalidad de Ignacio. Ignacio lo había agredido como un discípulo de judo ataca a su maestro para probar fuerzas. Pero el maestro había esquivado los golpes y había aprovechado la fuerza de su agresor para lograr colocarlo en una posición vulnerable. Lo que Ignacio no sabía en ese momento era que esa posición le permitiría empezar a crecer.

–Está bien –dijo Ignacio–. Usted gana. ¿Qué tengo que hacer?

–Cuéntame, Ignacio, ¿cómo estuvo el trabajo hoy?

–La verdad es que terrible –dijo Ignacio indignado–.

Cuando tienes gente incompetente que trabaja contigo todo te sale mal. Mire, hoy día me llamó un cliente a quejarse de que nos habíamos retrasado más de tres semanas en despacharle una mercadería que ya había cancelado. El cliente exigía la devolución de su dinero. Me dijo que éramos poco profesionales y que pensaba acudir a la competencia.

–Dime, Ignacio, ¿qué sentiste en ese momento? –preguntó el maestro.

–Me vinieron una ira y una desesperación enormes. Me sentí impotente, tonto e incapaz. Me dirigí a la oficina del jefe de despachos para gritarle que era un incompetente y un inepto. Le advertí que si tenía una equivocación más lo despe-diría. Lo hice enfrente de toda su gente para que aprendieran que deben trabajar con calidad.

–¿No te parece, Ignacio, que tu reacción fue muy agresiva?

–A mí me parece normal –respondió Ignacio–. Así he reaccionado toda mi vida. Mi padre nos enseñó, desde niños, que uno debe pagar por sus errores.

–¿Cómo es eso de tu padre? ¿Me puedes poner un ejemplo?

–Veamos –Ignacio entrecerró los ojos, como buscando muy atrás en su vida–. Recuerdo que mi padre siempre fue muy exigente con nosotros. Quería que mi hermano y yo estuviéramos siempre bien vestidos y que hiciéramos lo que él quería. Si le desobedecíamos, teníamos que pagar las consecuencias. Una tarde de domingo, cuando yo tenía cuatro años y mi hermano Hernán cinco, mi padre nos había ordenado vestirnos elegantes porque iba a llegar una visita a la casa. Estábamos esperando aburridos, así que salimos a pasear al parque que quedaba al frente de la casa. Recuerdo que tropecé en el barro y me ensucié desde la cabeza hasta la punta de los pies. Sabíamos que si mi padre me veía, nos iba a dar una paliza. Mi hermano intentó limpiarme el barro, pero era imposible. Resignados, fuimos a la casa a recibir nuestro castigo, pero nunca imaginamos que sería tan severo. Mi padre me vio y empezó a gritar e insultarme con palabras que yo no entendía pero que sonaban horribles. Recuerdo su cara, tan llena de odio y rabia. Me
cogió del brazo y me llevó a la ducha, abrió el agua fría y me metió adentro. Mientras me lavaba con el agua congelada y con mi ropa puesta, me seguía gritando y empezó a pegarme. Yo no había abierto la boca, ni siquiera había llorado. Estaba recibiendo el castigo con dignidad y no pensaba llorar. Sus golpes eran fuertes, pero peores eran las cachetadas que me caían en la cara. Cuando terminó la tortura física vino lo peor, otra vez sus gritos: "¡Quién eres, dime qué clase de porquería eres para ensuciarte de esta forma! iDime quién eres! ¡Imbécil, responde!". En ese momento le dije lo que me nació del corazón: "Papi, soy un niño". Al decirle estas palabras se me escapó una lágrima, pero pude contenerme y no lloré. Mi padre siempre decía que los hombres no lloran. Sabía que si lloraba me podía seguir pegando.

El maestro lo seguía atentamente, y al ver que Ignacio parecía aliviarse de un gran peso, le hizo un gesto:

–Continúa, cuéntame más.

–Recuerdo cuando el perjudicado fue mi hermano. Yo tenía seis años y Hernan siete. Un amigo lo invitó a su casa un domingo. Mi padre le dijo a Hernan que lo recogería a las seis de la tarde. A esa hora mi padre me pidió que lo acompañara a buscarlo en su auto. Pero Hernan no estaba en la casa de su amigo, había partido hacia una hora. Mi padre subió al auto, preocupado, y fue a buscarlo por todo el vecindario. Mientras lo buscaba, maldecía a Hernan: "¡Ese imbécil que se ha creído, ¿qué me puede desobedecer?! ¡Qué clase de cojudo se escapa sin avisar! iLo voy a matar cuando lo vea!" Yo no me movía, no hablaba nada, no quería darle ninguna oportunidad para que derivara su agresión hacia mí. Estaba paralizado. Después de una hora de búsqueda infructuosa, volvimos a la casa. Allí ya estaba mi hermano, que se había regresado caminando. Mi padre lo agarró de uno de sus pies y lo cargo en peso. Lo levantó del pie dejando su cabeza cerca del suelo. Le empezó a tirar patadas en la espalda y a recriminarlo por haberlo desobedecido. Luego fue directo al baño y agarrándolo de los pies metió su cabeza en el inodoro y jaló. Mientras mi hermano se asfixiaba con el agua del inodoro, mi padre seguía insultándolo. Yo estaba inmóvil y aterrorizado.

–Es una escena terrible. ¿Y tu madre que hacía? –indagó el maestro.

–Mi madre nunca se metía con lo que hacía o decía mi padre. El era el hombre de la casa, al que había que obedecer. A pesar de que mi madre no trabajaba, nuestros contactos con ella eran mínimos. No era cariñosa; era más bien fría e impersonal. Lo más importante para ella era que todo estuviera ordenado. Pasaba el día comprando ropa, adornos finos y artefactos caros para la casa. 0 estaba en las tiendas o tomando té con sus amigas, pero nunca estaba con nosotros. A ella sólo le importaba ella misma.

–Ahora entiendo por qué le gritaste de esa forma al jefe de despachos –le dijo el maestro.

–¿Qué cosa entiende?

–En primer lugar, que para ti es "normal" la violencia porque creciste en ella. Por esto, si alguien comete un error en tu oficina, tú haces exactamente lo que tu padre hacía contigo cuando cometías un error. Peor aún, revives tu pasado invirtiendo los roles: asumes el rol agresivo y prepotente de tu padre, y a quien maltratas le impones el rol de niño asustado. Además, es probable que andes a la búsqueda de errores en las personas para revivir episodios de agresión vividos en tu niñez Te sientes cercano al recuerdo de tu padre cuando asumes el rol agresivo.

Ignacio experimentaba una extraña mezcla de admiración y asombro.

–¿Usted cree que eso pueda ser cierto? –indagó Ignacio, incrédulo.

–Para ti es difícil darte cuenta –le respondió el maestro–. Recuerda que proyectas tus emociones subconscientes en "la pantalla" de las personas y de las situaciones que te ocurren. Ahora, si quieres ver lo que estás proyectando y estás muy cerca de la pantalla, tendrás dificultades. Como en el cine: cuando te sientas adelante no ves bien, en cambio si te sientas más lejos puedes ver la imagen perfectamente. Eso me pasa a mí. Yo estoy a una mayor distancia de la pantalla de tu vida; tú, por el contrario, estás a su costado. Yo puedo ver con claridad lo que esta pasando; tú lo ves medio borroso.

El maestro observó que los músculos del rostro de Ignacio se relajaban. Esto demostraba que estaba comprendiendo.

–Ahora queda claro por qué tienes tanto miedo de mostrar tus emociones –continuó el maestro–. En realidad, te mueres de miedo de que tu padre, que ya no vive físicamente pero que goza de buena salud en tu propia mente, te maltrate y humille. Todavía conservas en tu mente el mensaje de tu padre: "Para ser hombre no hay que sentir ni llorar". Para complicar las cosas, tú reforzaste este mensaje con la actitud de frialdad y distancia de tu madre. Es más; por el trato de tu padre, tú vienes cargando desde niño sensaciones de miedo, angustia, rabia, impotencia, humillación y temor al ridículo. Como te dije antes, estas memorias subconscientes no se olvidan y permanecerán presentes hasta que puedan ser entendidas y digeridas por ti. Estas son las emociones que no quieres sentir porque te traen mucho dolor, ¿no es así?

Ignacio estaba destrozado. Se sentía angustiado. Tuvo que contener, una vez más, las ganas de llorar. Las palabras del maestro habían derretido el hielo racional que bloqueaba su conducto interior. Ahora empezaba a sentir cómo fluían las emociones por su cuerpo. Sentía mucho dolor y tristeza, sentía pena por sí mismo y rabia contra sus padres. Al recordar su pasado y asociarlo a su presente, empezaba a descubrir que se armaba un rompecabezas que tenía disperso en su interior. Se empezaba a sentir humano.

–Ignacio –continuó el maestro–, no tengas miedo de sentir, no bloquees tus emociones. Déjalas salir.

Hubo unos momentos de silencio. Luego, el maestro continuó:

–Cuentan que un campesino que tenía su campo recién sembrado, escuchó un fuerte ruido en su terreno. Cuando corrió a ver qué sucedía, se dio con el hecho insólito de que del suelo manaba un chorro de cierta sustancia negra. Preocupado porque esta sustancia podía malograr sus cultivos, llamó a sus familiares para que le ayudaran a tapar el hueco. La presión era tan fuerte que toda la familia tenía que empujar un tablón para evitar que saliera la sustancia. Así estuvieron varios días, sin comer ni dormir, pero después de una semana ya no podían más. Entonces decidieron soltar el tablón y salió un gran chorro negro. Pero después de unos minutos, ese chorro se convirtió en agua limpia y transparente que el campesino y su familia canalizaron con rapidez hacía un reservorio. Finalmente, el agua les ayudó a crecer pues expandieron sus tierras cultivables. Al ver que Ignacio fruncía el entrecejo en actitud de quien busca entender algo sin conseguirlo, el maestro le explicó:

–Ignacio, a ti te pasa lo mismo que a ese campesino. Estás tan asustado con las aguas negras de tus emociones, que las bloqueas. Quiero que sepas que todo lo que retienes se mantiene. A todo lo que te aferras, te esclaviza. Ignacio, deja que salgan las aguas negras de tus emociones y verás cómo luego empezarán a brotar aguas transparentes que sabrás canalizar para desarrollar tu vida.

–¿Qué debo hacer para sacar todas las aguas negras que tengo en mi interior? –preguntó Ignacio con angustia.

–En primer lugar, no bloqueadas ni retenerlas. Déjalas salir sin miedo. Cuando te sientas angustiado, con dolor o con miedo, siente las emociones. Son parte de ti. No te sumerjas en tus libros o en tu trabajo. Lo que necesitas es integrar tu racionalidad con tu emocionalidad.

El maestro hizo una pausa para cerciorarse de que era comprendido. Luego continuó:

–En segundo lugar, intenta tomar distancia de la pantalla de tu vida para que veas las situaciones como realmente son. Cuando te sientas con odio, rabia o indignación, observa tus emociones y pregúntate si no serán tus sensaciones subconscientes las que están aflorando. Ignacio, en tu vida estás caminando por un cuarto oscuro en el que te tropiezas con frecuencia. Tu cuarto seguirá oscuro; no se puede iluminar rápi-damente. Pero lo que sí puedes hacer es alumbrarte con un fósforo, para que veas con qué tropezaste. Cuando actúes de forma agresiva o maltrates a alguien en la oficina, prende tu luz interna y reflexiona sobre tu comportamiento. Analiza qué emociones y pensamientos te llevaron a actuar de esa forma y relaciónalos con algún episodio de tu niñez. A medida que sientas tus emociones subconscientes y las comprendas, remitiéndolas a tu pasado, los hielos se irán disolviendo y ya no regresarán.

–Pero es que a veces es necesario ser enérgico con los subordinados –argumentó Ignacio–. Usted no tiene la menor idea...

El maestro levantó la mano, como si quisiera apagar las frases de Ignacio, y prosiguió:

–Recuerda que cuando reaccionas agresivamente en la oficina, el único que pierde eres tú. Con tus reacciones no logras que quien se equivocó mejore y recapacite so-bre sus actos. Lo que logras es que esta persona se dedique a comentar por toda la oficina lo neurótico que eres. Ve tan exagerada tu reacción que no toma en cuenta tus comentarios. Lo que tú quieres es que las personas mejoren su trabajo y sean más eficientes. Lo que tu padre mental quiere es castigar y maltratar a la persona que se equivocó.

Ignacio salió de la casa del maestro y subió a su auto. Se sentía muy angustiado, ahogado de emociones que lo desbordaban. Su vida era como una gaseosa de emo-ciones que él había tratado de mantener tapada, pero ahora el maestro la había agi-tado fuertemente y después la había destapado. Sentía un caudal de emociones que lo desbordaban e invadían todo su ser. Era extraño, estaba solo pero se sentía acom-pañado por alguien muy cercano, como su mejor amigo: otra vez le ocurría que lo ganaba la sensación de estarse encontrando consigo mismo. Era su yo emocional, que había estado mucho tiempo sumergido.

Al llegar a su casa se escabulló hacía su escritorio y se sirvió un vaso de whisky en las rocas. Por unos segundos tuvo la tentación de sumergirse en algún trabajo de la oficina y olvidarse del mundo, pero no lo hizo. Comenzó a jugar con los hielos de su vaso y recordó las palabras del maestro. Luego se puso a revisar otros episodios amargos de su infancia. Así permaneció algunas horas, sintiendo las emociones que afloraban como fuegos artificiales. Era paradójico: estaba– feliz de sentirse infeliz. En realidad, estaba feliz de sentirse humano nuevamente. Reflexionó sobre cómo trataba a sus hijos y a su esposa. Había muchas similitudes con la forma en que a él lo habían tratado cuando niño, y pensó que esto podía ser una cadena interminable. A su padre lo maltrataron y luego su padre lo maltrató a él. Él también estaba maltratando a sus hijos y esto haría que luego sus hijos maltrataran a sus nietos. Lo peor era que todo ocurría en un plano inconsciente. Él debía parar la cadena. Sus hijos tenían cuatro y tres años, y él estaba a tiempo de cambiar. No quería golpear la semilla de sus propios hijos y hacerles vivir el infierno que él estaba viviendo.

Al día siguiente se sintió mejor; con el sueño había logrado mitigar sus emociones. Llegó a su oficina y su personal lo abordó con diversos problemas que le hicieron olvidar por completo el episodio con el maestro. Ignacio estaba nuevamente trabajando como si nada hubiese sucedido.



Extracto de DAVID FISCHMAN
El secreto de las siete semillas

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