El secreto de las siete semillas. III.1
Varios/Otros
Hacía un mes que Ignacio había sembrado la semilla. Se había preocupado de regarla y cuidarla diariamente, y esta vez sí empezó a germinar una planta muy pequeña que tenía unas hojitas verdes. Durante ese tiempo había tratado de estar muy consciente de sus emociones, sobre todo en los contactos con terceras personas. No obstante, no había tenido mucho éxito controlando sus conductas agresivas. Lo que sí aprendía era a darse cuenta de sus errores posteriormente. Esto lo frustraba. Ya sabía que tenía un problema de agresión, pero ocurría cuando él no era consciente, y no podía evitarlo.
Ese día, Ignacio llegó a su oficina con entusiasmo. Extrañaba sus conversaciones con el maestro, y al finalizar la jornada tendría su primera cita con él después de un mes. Pero el ánimo positivo le duró muy poco. Recibió la llamada de su sectorista en el banco. Su pedido de refinanciamiento había sido rechazado por la mala calidad de los documentos presentados: los flujos de caja estaban plagados de errores, los totales no coincidían con las columnas de cifras y los saldos de caja estaban equivocados. Su sectorista le dijo que el gerente de créditos le había dicho que si su cliente no sabía siquiera hacer flujos de caja, cómo el banco le iba a prestar dinero.
A medida que escuchaba, Ignacio se convertía en una olla hermética que aumentaba su presión con el calor de sus emociones. Su empresa necesitaba a gritos credibilidad ante los bancos, y no podía ser que por la incompetencia de Gustavo, su gerente financiero, esa credibilidad se estuviera destruyendo. Colgó el teléfono y se dirigió raudo a la oficina de Gustavo. Lo desbordaba una mezcla de rabia, indignación e impotencia. Lo único que quería era tener al frente al imbécil del gerente financiero. ¿Por qué todos eran tan inútiles, por qué él era el único que podía hacer las cosas bien? Ignacio entró a la oficina de Gustavo, que estaba hablando por teléfono. Sin esperar que colgara, le preguntó:
–¿Revisaste el flujo de caja antes de mandarlo al banco? Gustavo, viendo la cara desquiciada de Ignacio, colgó el teléfono rápidamente.
–Claro que sí, yo siempre reviso todos mis documentos –respondió–. ¿Cuál es el problema?
–Mira, Gustavo –dijo Ignacio–. Eres tan infeliz que ni siquiera te das cuenta de tus problemas. ¡Quiero que sepas que eres un profesional incapaz, no sólo la cagas sino que no tienes la menor idea de que la cagas! Me llamaron del banco para decirme que rechazaron nuestro pedido de refinanciamiento porque somos incapaces de hacer un flujo de caja.
Gustavo empezó a experimentar esa mezcla de susto y angustia que muy bien reconocía. No entendía qué había pasado. Él había revisado el documento antes de mandarlo, y estaba correcto.
–No puede ser –replicó débilmente–. Ese documento estaba perfecto.
Esas palabras avivaron el fuego de odio y rabia de Ignacio, como cuando se le echa un galón de gasolina a una fogata.
–¡No seas cojudo! –insistió Ignacio en el olmo de su indignación–. ¿Por qué no aceptas cuando la embarras? ¡Acepta que eres un incompetente y que no sirves para na...!
Antes de poder terminar la palabra, algo pasó. Ignacio frenó en seco su discurso, como un conductor que, de pronto, ve a un niño que cruza por la calle mientras él maneja. Empezó a escuchar ecos del pasado: "No sirves para nada", "No sirves para nada". Era lo que gritaba su padre cuando él se equivocaba. Tomaba conciencia de que estaba haciéndole a Gustavo lo mismo que su padre había hecho con él. Una vez más, estaba agrediendo a alguien inconscientemente.
El verdadero Ignacio acababa de despertar de un sueño. Dormido, había estado manejando el auto de su cuerpo, había despertado y se había dado cuenta de que estaba atropellando a su gerente. Era la primera vez que Ignacio podía despertar y tomar conciencia de lo que estaba haciendo en el momento en que ocurría. Era hora de tomar el volante y pedir perdón.
–Gustavo, disculpa –le dijo suavemente Ignacio con un tono de voz arrepentido–. Lo siento, perdí el control. Lo que pasa es que tengo tanto miedo de quebrar la empresa y defraudar el nombre de mi padre, que me altero muy fácilmente.
Gustavo no entendía qué había ocurrido. Nunca antes había pasado. Él estaba dispuesto a seguir soportando la agresión de Ignacio, como hacía siempre. ¡Incluso ya se había imaginado despedido! Pero estaba ocurriendo un milagro: Ignacio le estaba pidiendo disculpas.
–No te preocupes, Ignacio, todos estamos acostumbrados. Sabemos que tienes poca paciencia. Pero no te preocupes, yo hablaré con el banco y arreglaré el problema.
Ignacio empezaba a entender cómo funcionaba la mente. Era como un televisor. Si nos sentamos a ver un canal y alguien en secreto le conecta un video y lo pasa, nos es difícil darnos cuenta. Pensamos que estamos viendo un determinado canal, pero en realidad es un video pregrabado. Nuestra mente es igual. A través de ella sintonizamos el canal de la realidad, pero de forma automática, y cuando menos lo esperamos se conecta a nuestro televisor mental un video pregrabado de nuestra infancia. Nosotros estamos convencidos de que vemos la realidad, pero es un video de nuestra niñez. Esto nos hace distorsionarlo todo y actuar neuróticamente.
Ignacio estaba calmado. Se sentía con pena por haber agredido a Gustavo, pero a la vez sentía un leve regocijo por haber tomado conciencia a tiempo para disculparse. Gruesas gotas de sudor surcaban su frente, pero poco a poco iba vislumbrando una fibra de tranquilidad, el presentimiento de una paz interior que, aunque todavía no llegaba, empezaba a dejar ver su rostro. Culminó el día e Ignacio salió rumbo a la casa del maestro. Necesitaba hablar con él.
Cuando llegó, lo hicieron pasar directamente a la habitación donde el maestro parecía estar esperándolo. Ignacio le soltó, como un aluvión, toda la escena con Gustavo en la oficina. El maestro lo dejó hablar sin interrumpido, lo taladró con sus ojos pacientes y cuando Ignacio hubo terminado, empezó a hablar él, haciendo largas pausas.
–La enseñanza de la primera semilla era el autoconocimiento –le dijo–. Tú has visto la importancia de entender tu pasado para comprender cómo reaccionas y actúas en tu presente. Ahora eres más consciente de tus comportamientos neuróticos, si lo comparamos con algunas semanas atrás. La experiencia con Gustavo lo demuestra. Sin embargo, quiero que sepas que este proceso toma tiempo. Las vivencias traumáticas de tu niñez colocaron trozos de leña en tu mente. Esta leña se enciende muy fácilmente y crea fuegos y conflictos ante cualquier problema. A medida que entiendas, revivas y sientas tus traumas de niñez, estos trozos de leña se irán reduciendo y ya no habrá combustible que te haga explotar.
Ignacio estaba impaciente, como alguien que acaba de descubrir una herramienta y necesita utilizarla.
–Maestro, ahora entiendo cómo funciona nuestra mente. Pero ¿cómo puedo hacer para estar más consciente, más en control y no explotar tan seguido? Necesito cambiar más rápido.
El maestro le pidió a Ignacio que lo siguiera al jardín. Le dio un trozo de leña y unos fósforos para que hiciera una fogata. Ignacio intentó prender la leña de todas las formas, pero le fue imposible.
–Esta leña jamás prenderá, ¡está totalmente húmeda! –dijo con impaciencia, aunque ya imaginaba por dónde iría el maestro.
–Te he dado un leño húmedo a propósito –le explicó el maestro–. Si tus leños mentales están húmedos, tampoco prenderán con facilidad y te evitarán explotar y reaccionar neuróticamente.
–¡Genial! ¿Pero cómo hago para mojados?
El maestro llevó a Ignacio de regreso a su habitación y se acomodó en su cojín en posición de loto. Su túnica naranja caía en pliegues que parecían reforzar su aire de calma y permanencia. Luego continuó hablando:
–Tus leños mentales los mojas poniéndote en contacto con tu espíritu.
–Nada de espíritus –interrumpió Ignacio–. Yo no creo en Dios ni en espíritus. Las cosas son reales y todo esto de Dios es una invención de la gente que le tiene miedo a lo desconocido y a la muerte.
–Dime, Ignacio, ¿crees que existe una energía vital, algo más allá de este cuerpo con el que vivimos en este mundo?
–Sí, eso sí lo acepto.
El maestro dejó que transcurriera un largo minuto. Entonces continuó:
–El mensaje de la segunda semilla revela cómo ponerte en contacto con tu energía vital. ¿Cómo te fue con la semilla que te di? ¿Lograste identificar alguna peculiaridad en la planta?
–Bueno, es una planta que da unas hojas verdes muy hermosas y delicadas. Pero ¿qué tiene que ver la planta con mi energía?
–Mucho –respondió el maestro–. La planta que sembraste se llama mimosa púdica y tiene la peculiaridad de retraerse cuando siente ruidos a su alrededor. Ante la actividad, la planta se esconde en sí misma, se aísla y busca su paz interior. Nosotros, los seres humanos, deberíamos hacer eso por lo menos una vez al día: dejar la actividad y la bulla externa e interna y ponemos en contacto con nuestra energía interior.
Ahora Ignacio entendía todavía menos. –¿Y cómo hacemos eso?
–Mira, Ignacio. Dentro de nosotros existe un tesoro inmenso de paz y tranquilidad. Ese tesoro es nuestra energía interior, pero está custodiada por unos guardianes que son nuestros pensamientos. La única forma de poder acceder a este tesoro es dándole un descanso a los guardianes. En otras palabras, dejando de pensar.
–Pero es imposible dejar de pensar –aseveró Ignacio–. ¿De qué sirve la mente si uno no piensa? Si yo no pensara, ¿dónde estaría mi empresa en este momento?
El maestro continuaba sentado exactamente en la misma posición, como para simbolizar la idea fija que sustentaban sus palabras.
–Yo no digo que sea fácil –continuó–, La gente no está acostumbrada a hacerlo. Pero si la gente pudiese dejar de pensar por algunos minutos al día, el mundo sería totalmente diferente. Habría menos conflictos y las personas serían mucho más felices. No se trata de convertirse en un ser irracional sino de darle un descanso a nuestra mente. Cuando es de día no podemos ver las estrellas; la luminosidad del sol lo impide. Pero aunque no veamos las estrellas, sabemos que están siempre allí. Lo mismo le ocurre al ser humano. La luminosidad de sus pensamientos le impide ver su maravilloso universo interior. Pero aunque no lo podamos ver, créeme, allí está, dentro de nosotros.
–¿A qué universo interior se refiere? –preguntó Ignacio.
–Adentro está el espíritu, tu alma. Pero si lo prefieres, llámalo tu energía vital. Cuando logras ponerte en contacto con ella, muchas cosas pasan. En primer lugar, sientes paz y una felicidad increíble. Algo así como cuando te encuentras con un amigo que no ves hace veinte años. Al encontrarlo sientes una sensación de alegría y bienaventuranza. En segundo lugar, al ponerte en contacto periódico con tu energía vital, vas recuperando tus cualidades innatas. Te vuelves una persona más tranquila, más alegre, más amorosa, más bondadosa, y te nace servir y ayudar a los demás. En tercer lugar, y volviendo a la analogía de la leña, humedeces tanto tus leños mentales que después de un tiempo de práctica ya no prenden fuego. Es decir, por más que enfrentes problemas y dificultades complicadas, ya no generas iras incontrolables ni explotas en el trabajo.
Mira, Ignacio, los seres humanos son como unos focos de luz pintados por fuera de negro. Cuando dejamos de pensar diariamente por unos minutos, descascaramos la pintura poco a poco. Nuestra luz interior empieza a brillar en nuestra vida, nos hace más felices, pero sobre todo nos orientamos a seguir iluminando otras vidas.
Ignacio iba comprendiendo, pero todavía quedaban incógnitas por despejar.
–¿Cómo puede ser que no pensar produzca este efecto?
–Cuando un río caudaloso está turbio, cargado de barro, la única forma de poder tomar esa agua es dejada reposar en una laguna por unos días. Al reposar, los sedimentos pesados caen al fondo del estanque y encima queda el agua limpia para beber. Lo mismo ocurre con nuestra mente. Cuando salimos de la actividad y dejamos de pensar, nuestros rasgos negativos caen y aflora una esencia maravillosa que tenemos dentro y es nuestra mejor energía.
–Pero si todos la tenemos dentro, ¿por qué no es fácil verla?
–Lo que ocurre es que los seres humanos son como jarrones de plata abandonados: no han sido limpiados en mucho tiempo, están oscurecidos. Todos estamos acostumbrados a verlos oscuros y no sabemos que esa no es su verdadera apariencia. Al dejar de pensar es como si los limpiáramos un poquito cada día. Llega un momento en que la plata empieza a brillar y a iluminar por sí misma. Pero si la dejamos de limpiar, si no practicamos diariamente, se vuelve a ensuciar.
–Esta técnica de no pensar, ¿es la meditación?
–Correcto –respondió el maestro–. En el Oriente se llama meditación y en el Occidente, silenciamiento. Es una técnica que también ha sido utilizada por los movimientos místicos de las iglesias católica y judía. Como tú lo has dicho, dejar de pensar no es fácil cierra los ojos y trata de no pensar durante un minuto.
Ignacio cerró los ojos y se concentró. Al cabo de un minuto, el maestro le avisó:
–Ha pasado un minuto. ¿Lograste dejar de pensar?
–Imposible –respondió Ignacio–. Nunca he tenido tantos pensamientos en mi vida. No sabe la cantidad de pensamientos que pasaban por mi mente. ¡Esto es imposible!
El maestro volvió a hacer silencio y durante algo más de un minuto pareció recogerse dentro de su propia respiración. Luego habló:
–Por eso tenemos que ayudar a nuestra mente a hacerlo. Cuando las personas quieren dejar de fumar, usan una serie de estrategias para ir reduciendo el hábito. Se ponen parches de nicotina, mascan chicles, chupan caramelos... Así, su cuerpo va disminuyendo su necesidad de consumir la nicotina y les es posible eliminar el hábito. Lo mismo ocurre con el pensamiento. Es un hábito de toda la vida y no es fácil dejar de hacerlo. Necesitamos una técnica que nos ayude gradualmente. Cuentan que un joven encontró una lámpara maravillosa, la frotó y salió un genio que le ofreció darle lo que le pidiera. Sin embargo, puso como condición que si dejaba de pedir deseos lo mataría. El joven pidió casas, carrozas, joyas, pero después de un tiempo ya no sabía qué pedir y tenía terror de que el genio lo matara. Luego, se le ocurrió pedirle un poste. Una vez que lo tuvo, le pidió al genio que se dedicara a subir y bajar hasta que él lo decidiera. Así, el joven se liberó de la amenaza del genio y pudo disfrutar su vida.
El maestro observó el rostro concentrado de Ignacio y continuó:
–En esta historia, Ignacio, el genio es nuestra mente. Este genio nos tiene amenazados con el pensamiento, a menos que le hagamos subir y bajar un poste como en la historia. Es decir, que le hagamos repetir un pensamiento muchas veces.
Esa es la primera técnica que quiero enseñarte. Vas a escoge, una palabra que te invoque una sensación positiva y agradable. Por ejemplo, la palabra paz. Puedes escoger la palabra que te guste más. Luego, en silencio, sentado en una silla o sobre un cojín en el suelo, con la espalda recta, la repetirás mentalmente durante quince minutos. Es decir, pondremos a tu mente a subir y a bajar un poste y no podrá irse a otro lado tan fácilmente. Pensar en un solo pensamiento es el primer paso para llegar a no pensar. Disciplina tu mente para que poco a poco adquiera una mayor concentración. Sin embargo, no será fácil. Cuando estés repitiendo la palabra mentalmente, igual te vendrán otros pensamientos. Es normal, simplemente déjalos pasar y sigue concentrado en tu palabra. Poco a poco irás adquiriendo el hábito y lograrás una concentración mayor. Para aprender a nadar, los niños entran al agua con flotadores; pero a medida que se van acostumbrando al agua y aprendiendo a patalear, se los van quitando. Repetir mentalmente una palabra es una especie de flotador. Lo necesitamos porque de lo contrario nos hundimos en las profundidades de nuestros pensamientos. Más adelante, con mucha práctica, podrás dejar de pensar sin tener que repetir palabra alguna.
Ignacio estaba listo para empezar. Escogió la palabra paz, cerró los ojos y empezó a repetirla en silencio. Al comienzo le fue muy difícil, repetía la palabra algunas veces y luego sin que se diera cuenta ya estaba mentalmente en su oficina, en su casa o resolviendo algún problema. Además, como nunca antes, tomaba una fastidiosa conciencia de su propio cuerpo. Sentía pequeños escozores, cambios de temperatura en su piel, molestia en los huesos por no cambiar de posición. Dejó pasar los pensamientos y siguió intentando concentrarse. Luego, por unos segundos, después de un tiempo de concentración experimentó algo muy extraño, una leve sensación de amor, como cuando su madre le daba cariño cuando era niño. Se sintió feliz, pero la sensación duró muy poco. Su felicidad fue interrumpida por el contrato de importación a Checoslovaquia que debía cerrar la semana siguiente. Ignacio continuó repitiendo la palabra, pero ya no pudo volver a sentir nada más. Cuando volvió en sí, el maestro lo observaba como si durmiera con los ojos abiertos, en una posición idéntica a la suya, aunque más perfecta.
–¿Sentiste algo, Ignacio? –le preguntó al cabo de unos segundos en que ambos parecieron regresar de alguna parte.
Ignacio le contó los detalles de su experiencia.
–Sólo por unos segundos sentí algo especial. La verdad es que quiero explorar más esta técnica –concluyó.
El maestro continuó:
–Cuando una persona está en una cueva subterránea y no encuentra la salida, se desanima y desiste de intentarlo. Pero si en su búsqueda escarba y encuentra un mínimo haz de luz, esto será suficiente para animarlo a seguir escarbando y lograr su libertad. Ignacio, acabas de escarbar en las profundidades de tu ser y encontraste un pequeñito haz de luz. Al disfrutarlo, quieres seguir escarbando para encontrar tu libertad. Practica la técnica todos los días en la mañana y en la noche, e irás experimentando la misma sensación especial más seguido. La técnica de la repetición de la palabra, como te mencioné antes, irá humedeciendo los leños mentales que te hacen entrar en fuegos emocionales y explotar. Pero para no explotar no basta sumergirlos en la mañana y en la noche. Te voy a enseñar una técnica que puedes usar durante el día, que los mantendrá húmedos para que no exploten. Es a través de tu respiración.
Extracto de DAVID FISCHMAN
El secreto de las siete semillas
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