El hombre. ¡El mayor enigma de la ciencia! - II

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Cuando el barco de la ciencia tomó los vientos del siglo diecisiete con la brújula cuidadosamente preparada de Bacon, la tripulación se habría sorprendido si se le hubiera dicho en qué extrañas aguas estaría navegando a mitad del siglo veinte. Porque el barco se aproxima al puerto de aquellos primeros filósofos que declararon que el tiempo apenas tiene existencia propia, fuera de la mente humana; y la materia es la que tiene unidos a las miradas de partículas infinitesimales que flotan en el éter.

La ciencia del siglo diecinueve sustentó la teoría de que la vida es producto de la materia. El siglo veinte está efectuando una rápida volteface y contempla cómo la materia se disuelve en electrones, en una mera colección de partículas electrificadas, que eluden la vista y el tacto. El paso desde esta etapa a la inmaterialidad del mundo de más allá no está tan distante... intelectualmente.

La filosofía, que fuera una vez la despreciada Cenicienta, está recobrando un primer puesto. Brillantes científicos como Jeans y Eddington han demostrado la incapacidad de la ciencia física para llegar a la naturaleza de las cosas sin su ayuda.

Si analizamos el curso del pensamiento científico y filosófico desde el año 1859, cuando Darwin publicó su magistral Origen da las Especies, podemos seguir una línea que se hunde profundamente en el materialismo del siglo diecinueve, para subir luego hacia una más espiritual interpretación del universo durante el presente siglo.

Los materialistas que hablaban un lenguaje medio Victoriano con los acentos darwinianos, se vuelven ininteligibles para las generaciones más brillantes de hoy en día, que han seguido a la ciencia hasta los extraños descubrimientos de Jeans, Einstein y Lodge.

Cuando Einstein demostró la curiosa curva que siguen los rayos del sol antes de llegar a nuestro planeta, las luces científicas que nos guiaban se obscurecieron de pronto, y los hombres tuvieron miedo de precipitarse a conclusiones obvias. Así, igualmente, la psicología de hace cincuenta años nos parece un poco penosa. Los estudios de psicología anormal, por ejemplo, han dado por tierra con las explicaciones aparentemente correctas de aquellos tiempos.

El nuevo orden de investigadores científicos, que se preocupan ahora de problemas de tiempo y de causalidad, especialmente los físicos matemáticos, han abierto ante nosotros perspectivas enteramente nuevas.

Einstein nos ha enseñado también a considerar el tiempo como otra dimensión, aunque apenas hemos comprendido toda la importancia de esta idea revolucionaria. Y, si sus últimos trabajos lo llevan a alguna parte, lo llevan a considerar la mente como la última realidad.

Vivimos en una época de ciencia aplicada: el conocimiento viene primero; la creencia es secundaria. Enfrentamos todos los hechos o acontecimientos del mundo con un inquisitivo: “¿Por qué?” Existe una causa para cada efecto visible. Los viejos tiempos en que un suceso desconcertante se explicaba refiriéndose a la Voluntad de Dios, o a la intervención de un ángel, han desaparecido, y han desaparecido para siempre. La verdad espiritual, por lo tanto, debe apoyarse en una base científica; no debe temer jamás ninguna pregunta, y no se debe rechazar al investigador honesto llamándolo irreligioso o ateo porque busca la prueba antes de creer.

En las últimas décadas del siglo dieciocho y en las primeras del diecinueve, apareció en el cielo europeo una constelación de luminarias científicas y literarias que señalaron e inauguraron la Edad de la Razón. Dios fue destronado y la Razón se convirtió en la entronizada soberana de la filosofía. Ahora la ciencia recibe nuestra adoración máxima. El hombre de ciencia es el Papa actual y se sienta en el Vaticano de la autoridad mundial. Recibimos sus sabias revelaciones con un espíritu de temor religioso. Confiamos en sus afirmaciones pontificales de la misma manera que una vez casi toda Europa confió en los credos y los dogmas de la Iglesia.

No está en el espíritu de estos pensamientos atacar a la ciencia, despreciar la amplia estructura de esos hechos pacientemente adquiridos. Poseo un profundo respeto por la capacidad intelectual y el carácter paciente de los hombres de ciencia. Creo que su trabajo tiene un lugar justo y útil en la Vida. Pero no creo que dicho lugar sea el más alto.

No debe desdeñarse la utilidad práctica del método científico. Sólo un tonto podría burlarse de las maravillas que la ciencia ha dado al hombre, aunque haríamos bien en detenernos a recordar la frase de Disraeli: “Los europeos hablan de progreso porque, con la ayuda de unos cuantos descubrimientos científicos, han establecido una sociedad que toma a la comodidad por civilización”.

El hecho de que el hombre de ciencia haya confiado su atención al mundo objetivo, no reduce el valor de sus descubrimientos. Lo único que debe hacer es volver hacia dentro su atención, usar para el mundo subjetivo los mismos métodos de experimentación y deducción, volver la luz de su linterna de investigación hacia el centro de su propia mente, y entonces penetrará en la esfera de lo espiritual.

La ciencia ha dado pasos de gigante, pero todos sus pasos van en una sola dirección... hacia afuera, siempre hacia afuera. Y así debía ser. Pero ahora ha llegado el momento de profundizar sus descubrimientos, de dar alma a las formas que ella ha creado.

¿Es el alma un concepto meramente académico, un juego intelectual que los profesores deben aceptar o negar? ¿Es sólo algo sobre lo cual los teólogos apoyan victoriosamente sus tesis, y a lo que los racionalistas lanzan sus bombas verbales? Por el momento, los hombres de ciencia no han encontrado huellas químicas del alma; no han podido registrarlas con ninguno de sus instrumentos, como pueden registrar, por ejemplo, la gasolina. Pero si las reacciones químicas y mecánicas no pueden obtenerse, no debe dejarse de lado las investigaciones. Existe otro camino. Tal vez no sea un camino convencional, pero conduce al mismo objetivo: el descubrimiento del alma. Si el hombre de ciencia ama la verdad más que los convencionalismos, si aprecia el conocimiento de la vida humana más que aprecia el conocimiento de un trozo de roca, investigará de ese modo. El método que me propongo exponer es antiquísimo y retrocede tanto en la historia del hombre que su origen se pierde en la confusa niebla de los tiempos. Pero no dejemos que este hecho se vuelva contra nosotros. Porque los antiguos eran gigantes en el entendimiento de las verdades espirituales, aunque fueran niños en el estudio de la ciencia física: los modernos son maestros en el desarrollo de la ciencia física, pero novicios en la comprensión de los misterios espirituales.

El gran filósofo alemán, Kant, decía que había dos maravillas notables en la creación de Dios. Esas dos cosas eran los estrellados cielos en lo alto, y la mente del hombre abajo. Grandes como son las hazañas de la ciencia en el mundo exterior, descubrimientos más grandes podemos esperar En este siglo en el dominio de la psicología. El hombre retrocederá sorprendido cuando entienda los misterios que tienen lugar dentro del recipiente de hueso invertido que llamamos cráneo. La psicología, la ciencia de la mente y el estudio de la conciencia, ofrece las más valiosas recompensas a la verdadera investigación científica. Ningún otro tema es tan poco entendido y ninguno significa tanto, porque contiene la llave de la profunda felicidad del hombre.

El tiempo, necesariamente, sacará la idea del alma fuera del limbo de las descartadas nociones teológicas para colocarla en el grupo de las proposiciones científicamente probadas. Pero la ciencia de ese día estará quizás dispuesta a utilizar la mente como un instrumento de experiencia, del mismo modo que hoy en día se utiliza el microscopio. Lo que se considera hoy como las tontas ilusiones de los místicos será verdad verificada por la ciencia de la parapsicología, para ser públicamente proclamada y sin reservas.

Que el siglo veinte develará de alguna manera este misterio, es algo sobre lo cual no pueden dudar los que hayan seguido los pasos de la ciencia. Ya en la primera década, el penetrante cerebro del sabio francés Bergson, lanzó este profético mensaje:

“Explorar las profundidades más secretas del inconsciente, trabajar en el subsuelo de la conciencia: ésa será la tarea principal de la psicología en el siglo que comienza. No dudo que nos esperan maravillosos descubrimientos en ese terreno.”

Un destacado científico como Eddington nos dice que el universo físico es una abstracción si no está unido a la conciencia. La mente no puede considerarse ya como un mero producto desarrollado por la materia. El paso inmediato y obvio .es investigar el fenómeno de la conciencia, investigación que fue ridiculizada hace medio siglo por Huxiey, porque consideraba tales fenómenos como meras sombras dependientes del fenómeno verdadero.

Esta exploración interna es digna de destacarse por el momento. Porque hay algo en la mente de los hombres o de los animales, algo que no es ni intelecto ni sentimiento, sino más Profundo que estas concepciones, algo a lo que puede darse el nombre apropiado de intuición. Cuando la ciencia pueda explicar realmente por qué un caballo lleva a un jinete o a un cochero borracho varios kilómetros en la oscuridad hasta encontrar el camino de regreso a casa; por qué los topos cierran sus cuevas antes de la llegada del frío; por qué las ovejas buscan la protección de la ladera de una montaña antes de la llegada de la tormenta; cuando puedan decirnos qué advierte a la tortuga la proximidad de la tormenta para que se refugie en un agujero; y cuando se pueda explicar realmente qué instinto guía al ave carnicera que se encuentra a muchos kilómetros de distancia de un animal próximo a morir, entonces, sólo entonces podremos entender por qué la intuición es mejor guía que el intelecto. La ciencia ha arrancado del seno de la naturaleza muchos secretos sorprendentes, pero no ha descubierto aún la fuente de la intuición. El intelecto, que es capaz de proponer una cantidad de enigmas concernientes al hombre, al destino y a la muerte, es incapaz de resolverlos. Cuando la ciencia haya conquistado el mundo y haya muerto el último resplandor del último misterio, todavía estaremos frente al mayor de los problemas:

“Hombre, ¿te entiendes a ti mismo?”

Me hubiera gustado vivir en Atenas, por el tiempo cuando se podía vagar por los mercados y oír a un hombre de nariz respingada y de gran tenacidad, un tal Sócrates, interrogar a los hombres de la ciudad y repetirles una y otra vez su pregunta favorita. Un hombre como Sócrates no muere y su carácter sublime sobrevive a la tumba.

Cuando todas las últimas literaturas hayan sido examinadas y los más antiguos papiros hayan sido exhumados, no encontraremos un precepto más sabio que el mandato del Oráculo de Delfos: “¡Conócete a ti mismo!”, y el consejo del rishi hindú: “Busca en tu interior”. Estas palabras, aunque sean más antiguas que las momias del Museo Británico, podrían haber salido de la máquina de escribir de un pensador moderno. Los siglos no pueden matar una verdad, y el primer hombre que la expresó encontrará su eco corriendo a través de las centurias.



Extracto de PAUL BRUNTON - EL SENDERO SECRETO
Una Técnica para el Descubrimiento del Yo Espiritual en el Mundo Moderno

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