Yo Soy Ramtha.

Ramtha


Yo Soy Ramtha.

«Yo soy Ram el Conquistador, ahora Ram el Dios. Yo ful un bárbaro que se convirtió en Dios a través de las cosas más simples y sin embargo las más profundas. Lo que te enseño es lo que yo aprendí.»

Ramtha


Yo SOY Ramtha, «El Ram». En el lenguaje antiguo de mis tiempos significa «el Dios». Soy el Ram del pueblo hindú, puesto que fui el primer hombre nacido del vientre de la mujer y de los genitales del hombre que ascendió de este plano. Aprendí a ascender, no por las enseñanzas de ningún hombre, sino a través de una comprensión innata del Dios que vive en todas las cosas. Fui también un hombre que odió y despreció, que mató, conquistó y reinó, hasta el momento de mi iluminación.

Fui el primer conquistador que conoció este plano. Comencé una marcha que duró sesenta y tres años, y conquisté tres cuartas partes del mundo conocido. Pero mi mayor conquista fue la de mí mismo, aceptar mi propia existencia. Cuando aprendí a amarme y abrazar la totalidad de la vida, ascendí con el viento a la eternidad.

Ascendí delante de mi gente en el noroeste del monte llamado Indus. Mi gente, que eran más de dos millones, era una mezcla de lémures, los pueblos de lonia —más tarde llamada Macedonia—, y las tribus que escaparon de Atlantia, la tierra que tú llamas Atlántida. El linaje de mi gente forma hoy en día la población de India, Tíbet, Nepal y el sur de Mongolia.

Solo viví una vez en este plano, hace treinta y cinco mil años según tu cómputo del tiempo. Nací en la ignorancia y desesperación de un pueblo desafortunado, peregrinos de la tierra llamada Lemuria que vivían en los barrios bajos de Onai, la ciudad portuaria más grande de Atlantia en su hemisferio sur. Llegué a Atlantia durante los llamados «últimos cien años», antes de que el continente se partiera y las grandes aguas cubrieran su tierra.

En aquel tiempo, Atlantia era una civilización de gentes sumamente intelectuales, cuyas dotes para el conocimiento científico eran soberbias. Su ciencia sobrepasaba incluso la que encuentras hoy en día en tu comunidad científica, ya que los atlantes habían comenzado a entender y a utilizar los principios de la luz. Sabían cómo transformar la luz en energía pura mediante lo que tú llamas láser. Incluso tenían naves espaciales que viajaban sobre la luz, una ciencia que obtuvieron gracias a la intercomunicación con entidades de otros sistemas estelares. Aunque sus naves eran muy primitivas, eran sin embargo móviles y aero transportables. Por su gran dedicación a la tecnología los atlantes adoraban el intelecto. Y así, la ciencia intelectual se convirtió en su religión.

Los lémures eran bastante distintos. Su sistema social se basaba en la comunicación a través del pensamiento. No conocían los avances de la tecnología, pero poseían un gran entendimiento espiritual, pues mis ancestros fueron grandes en su comprensión de los valores invisibles. Ellos adoraban y veneraban aquello que está más allá de la luna y las estrellas. Amaban una esencia que no podía ser identificada, un poder al que llamaban el Dios Desconocido. Como los lémures adoraban sólo a este Dios, los atlantes los despreciaban, ya que ellos despreciaban cualquier cosa que no fuera progresiva. En los días del Ram, cuando yo era un niño, la vida era muy ardua e indigente. En aquel tiempo, Atlantia ya había perdido su tecnología, ya que sus centros científicos en el norte habían sido destruidos. En sus experimentos con los viajes a través de la luz, los atlantes habían perforado la capa de nubes que entonces rodeaba vuestro planeta, como la que hoy rodea a Venus. Al perforar la estratosfera se produjeron grandes dil
uvios y luego un congelamiento que sumergió la mayor parte de Lemuria y el norte de Atlantia bajo grandes océanos. Por eso, las gentes de Lemuria y del norte de Atlantia emigraron a las regiones del sur.

Una vez se perdió la tecnología del norte, la vida se volvió gradualmente primitiva en el sur. Durante los cien años antes de que el continente se hundiera, las regiones del sur fueron una Atlantia primitiva que había degenerad bajo la opresión de tiranos, quienes la gobernaban no como una república, sino con leyes inquebrantables. En este gobierno de leyes inquebrantables los lémures eran considerados como el estiércol de la tierra, menos que los perros de la calle.

Imagina cómo sería que te escupieran, que te orinaran encima, y que sólo te permitieran lavarte con tus propias lágrimas. Imagina que los perros callejeros tuvieran más alimento que tú, quien muriendo de hambre buscas cualquier cosa para matar la agonía de tu estómago.

En las calles de Onai era habitual ver cómo abusaban de los niños y cómo golpeaban y violaban a las mujeres. Era común ver atlantes pasar por delante de un lémur muerto de hambre en el camino y taparse las narices con pañuelos de lino perfumados con jazmín y agua de rosas, ya que se nos consideraba criaturas maltrechas y malolientes. Éramos menos que nada, seres sin alma, el desperdicio del intelecto, porque no poseíamos el entendimiento científico de cosas tales como los gases o la luz. Como no teníamos una inclinación intelectual, nos convirtieron en esclavos para trabajar los campos.

Fue en ese entonces cuando yo nací sobre este plano. Ese fue mi tiempo. ¿En qué sueño estaba viviendo? En la caída del hombre en la arrogancia y la estupidez del intelecto.

No culpé a mi madre por no saber yo quién fue mi padre. No culpé a mi hermano de que nuestro padre no fuera el mismo. Ni siquiera culpé a mi madre por nuestra absoluta pobreza. Cuando era niño vi cómo llevaban a mi madre a las calles y le arrebataban su dulzura. Después de que se la llevaran, vi a un niño crecer dentro de su vientre; y yo sabía de quién era. Y vi a mi madre llorar porque, ¿iba a haber otro niño en las calles, sufriendo como nosotros en esta «tierra prometida»?

Como mi madre estaba muy débil para parir a la criatura por sí sola, yo la ayudé a dar a luz a mi pequeña hermana. Me arrastraba por las calles buscando comida; mataba perros y gallinas y, al atardecer, robaba el grano de los propietarios, pues era muy sigiloso. Así alimenté a mi madre, quien, a su vez, amamantó a mi pequeña hermana.

Nunca culpé a mi pequeña hermana por la muerte de mi querida madre, ya que la niña le robó toda su fuerza. Mi hermana se volvió diarreica, y no podía retener lo que entraba en su cuerpo, y así ella también perdió la vida.

Acosté a mi madre y a mi hermana juntas y fui a buscar leña. Las cubrí con la leña y me escabullí en la noche en busca de fuego. Pronuncié una plegana para mi madre y mi hermana, a quienes tan profundamente amaba.

Entonces prendí la leña sigilosamente, para que el hedor de sus cuerpos no llamara la atención de los atlantes, ya que de lo contrario, arrojarían sus cuerpos al desierto, donde las hienas caerían sobre ellos y los despedazarían.

Mientras veía a mi madre y a mi hermana consumirse en las llamas, mi odio por los atlantes aumentaba dentro de mi ser hasta convertirse en un veneno como el de una gran víbora. Y yo era sólo un niño.

Cuando el hedor y el humo de la hoguera se hubieron esparcido por el valle, pensé en el Dios Desconocido de mi gente. No podía entender la injusticia de este gran Dios, o por qué crearía a estos monstruos que odiaban a mi pueblo de esa manera. ¿Qué habían hecho mi madre y mi hermana para merecer la muerte miserable que experimentaron?

No culpé al Dios Desconocido por su incapacidad de amarme. No lo culpé por no amar a mi gente. No lo culpé por la muerte de mi madre y de mi hermana. No lo culpaba. Lo odiaba.

No me quedaba nadie, ya que mi hermano fue secuestrado por un sátrapa y llevado como esclavo a la tierra que más tarde se llamaría Persia. Allí, este sátrapa abusó de él sexualmente para satisfacer sus deseos.

Yo era un muchacho de catorce años con apenas carne en mis huesos y con una gran amargura dentro de mí. Entonces decidí batallar con el Dios Desconocido de mis ancestros, lo único por lo cual sentía que valía la pena morir. Me propuse morir, pero con honor; y sentía que morir a manos de un hombre era una manera deshonrosa de perecer.

Vi una gran montaña, un lugar muy misterioso que se vislumbraba en el lejano horizonte. Pensé que si había un Dios, viviría allí, por encima de todos nosotros, así como los que gobernaban nuestra tierra vivían por encima de nosotros. Si yo pudiera llegar hasta allí, pensé, me pondría en contacto con el Dios Desconocido y proclamaría mi odio hacia él y su injusticia con la humanidad.

Abandoné mi choza y caminé durante muchos días para alcanzar esta gran montaña, devorando langostas, hormigas y raíces por el camino. Cuando llegué a la montaña, trepé hasta las nubes que ahora cubrían su blanqueada cima dispuesto a batallar con el Dios Desconocido. Lo llamé diciendo: «¡Soy un hombre! ¿Por qué no tengo la dignidad uno?» Y le exigí que me mostrara su rostro... pero él me ignoró.

Caí de rodillas y lloré con todo mi corazón hasta que la blancura congelo mis lágrimas. Cuando alcé la vista, contemplé lo que parecía ser una mujer maravillosa que sostenía una gran espada delante de mí. Ella me habló, diciendo: «Oh Ram, Oh Ram, tú que estás destrozado en espíritu, tus plegarias han sido escuchadas. Toma esta espada y conquístate a ti mismo». Y en un abrir y cerrar de ojos, desapareció.

¿Conquistarme a mí mismo? Yo no podía volver hacia mí el filo de la espada y cortar mi propia cabeza: mis manos apenas alcanzaban la empuñadura. Sin embargo, hallé honor en esta gran espada. Dejé de tiritar en el intenso frío, y sentí calor. Y cuando volví a mirar al lugar donde habían caído mis lágrimas, allí había crecido una flor de color y aroma tan dulce, que supe que era la flor de la esperanza.

Bajé de la montaña con la gran espada en la mano, en un día que quedó grabado en la historia del pueblo hindú como el Terrible Día del Ram. Un muchacho había ido a la montaña, pero el que regresaba era un hombre. Nunca más fui frágil, ni fueron débiles los movimientos de mi cuerpo, era un Ram(1) en todo el sentido de la palabra. Era un hombre joven con una luz terrible a mi alrededor, y una espada mucho más grande que yo. A veces pienso que fui muy lento de entendimiento en aquella existencia, pues nunca me di cuenta de por qué la maravillosa espada me parecía tan ligera, y sin embargo era tan grande que nueve manos juntas no podían sostener su empuñadura.

1(N.T.)La Palabra inglesa Ram significa carnero.


Volví de la montaña a la ciudad de Onai. En los campos de las afueras de la ciudad vi a una anciana levantarse y proteger sus ojos de la luz del sol para contemplar mi llegada. Pronto, todos dejaron sus labores. Pararon los carros. Relincharon las mulas. Todo se calmó. Cuando la gente corrió a mirar mi rostro, algo debió persuadirlos, pues cada uno de ellos cogió su humilde herramienta y me siguió hasta la ciudad.

Destruimos Onai porque los atlantes me escupieron en la cara cuando les exigí que abrieran los graneros para alimentar a nuestra gente. Los atlantes estaban tan poco preparados para esto que los vencimos fácilmente, ya que ellos no conocían la batalla.

Abrí los graneros para nuestra pobre gente, y después quemamos Onai hasta sus cimientos. Nunca se me pasó por la cabeza el no ser capaz de hacerlo, ya que en aquel momento no me importaba vivir o morir, no me quedaba ya nada por lo que vivir.

Cuando la masacre y el fuego hubieron terminado, una gran herida seguía dentro de mi ser, ya que mi odio no había quedado satisfecho. Huí de la gente para esconderme en las montañas, pero ellos me siguieron a pesar de que yo los maldecía, los escupía y les arrojaba piedras.

«Ram, Ram, Ram, Ram», cantaban, con sus herramientas de campo y el grano amarrado en trapos, llevando manadas de cabras y ovejas delante de ellos. Les grité que me dejaran en paz y volvieran a sus casas, pero ellos aún me seguían, pues ya no tenían casa. Yo era su casa.

Puesto que insistieron en seguirme adonde quiera que fuera, reuní a todas estas criaturas desalmadas de grupos diferentes y se convirtieron en mi ejército, mi pueblo. Eran realmente grandes personas, pero ¿soldados? De ninguna manera. Mas de ahí en adelante, el gran ejército del Ram se constituyó por sí mismo. Su número, al principio, era de casi diez mil.

Desde ese momento fui una entidad obsesionada, un bárbaro que despreciaba la tiranía del hombre. Yo odiaba al hombre y luchaba enteramente en espera de la muerte. No tenía miedo de morir, como muchos de mis hombres, porque yo quería morir honorablemente. Nunca supe lo que es el miedo, sólo conocí el odio.

Para dirigir una carga siendo tú el que va al frente, sin nadie a tu alrededor, tienes que estar loco. La persona que es capaz de hacer esto está llena de un poderoso impulso llamado odio. Así, yo era un espectáculo buscando ser derribado por el más noble de mis enemigos; si tan sólo ellos me hicieran ese honor. Y yo escogía a los más valiosos de mis oponentes para poner fin a mi vida. Pero ¿sabes algo? Donde el miedo está ausente, está presente la conquista. De modo que me convertí en un gran conquistador. Antes de mi tiempo, no existían los conquistadores, sólo los tiranos.

Yo creé la guerra. Fui el primer conquistador que conoció este plano. Hasta entonces, no había existido ninguna facción en guerra contra la arrogancia de los atlantes. Ninguna. Yo la creé. En mi furia y hostilidad y mi deseo de ser noble con lo que sentía, me convertí en lo que llamarías una gran entidad. ¿Sabes lo que es un héroe? Yo fui uno, en verdad. El héroe defiende la vida y pone fin a las injusticias de la vida misma, sin darse cuenta de que al hacerlo está creando una nueva injusticia. Yo deseaba acabar con todas las formas de la tiranía, y lo hice, sólo para convertirme en lo que yo más despreciaba.

De ahí en adelante, fui impulsado por el afán de dar muerte a la tiranía y de hacer más respetable el color de mi piel. Y de todos los lugares que sitiamos y las batallas, todas las tierras que cruzamos y todas las gentes que liberamos por el camino, uno a uno, mi ejército creció, y grande fue la leyenda del Ram y su armada.

Yo era un imbécil, un bárbaro, un bufón, una entidad ignorante y aclamada por su salvajismo; y durante los diez primeros años de mi marcha hice la guerra a inocentes y me abrí paso arrasando e incendiando muchas tierras, hasta que fui atravesado por una enorme espada. Si la hubieran dejado dentro de mí habría sido mejor, pero la sacaron para asegurarse de que me desangraría hasta la muerte. Vi el río de la vida fluir de mi ser sobre un suelo de mármol blanco como la nieve que parecía perfecto, y vi que aquel río escarlata había encontrado una grieta. Mientras yacía en el frío suelo de mármol, viendo la sangre fluir de mi ser, vino una voz y me habló, diciendo: «¡Levántate, levántate!»

Alcé mi cabeza y apoyé las palmas de las manos. Después empecé a flexionar las rodillas. Mientras levantaba mi semblante para que mi cabeza estuviera firme y erecta, levanté mi pie izquierdo y lo estabilicé. Entonces, juntando toda mi fuerza, puse mi mano sobre mi rodilla, mi puño cubriendo mi herida... y me levanté.

Al ponerme en pie, con la sangre brotando de mi boca, fluyendo por mis dedos y bajando hasta mis piernas, mis agresores, que ahora estaban seguros de que yo era inmortal, huyeron. Mis soldados sitiaron la ciudad y la arrasaron.

Nunca olvidaría la voz que me hizo levantarme, que me salvó de la muerte. En los años que siguieron, busqué el rostro de aquella voz.

Me entregaron a la corte de las mujeres de mi ejército para que me cuidaran. Tuve que soportar las pócimas pestilentes de grasa de buitre que me ponían en el pecho. Tuve que obedecer sus órdenes y ser desvestido ante sus ojos. Ni siquiera podía orinar ni arrojar el excremento de mi ano en privado, todo lo tenía que hacer delante de ellas. ¡Qué experiencia más humillante! He proclamado hasta el día de hoy que aquella grasa de buitre no era para curarme; era tan espantosa que el respirarla me mantenía vivo. Durante el período de mi cura, gran parte de mi odio y mi orgullo sucumbieron ante la necesidad de sobrevivir.

Mientras me recuperaba de mi horrorosa herida, y no pudiendo hacer otra cosa, empecé a contemplar todo lo que me rodeaba. Un día vi cómo una anciana se iba de este plano, aferrándose al lino que tejió toscamente para su hijo, quien había perecido mucho tiempo atrás. Vi a la mujer irse a la luz del sol del mediodía, y la vida se iba de su cuerpo en ahogados golpes de llanto. Mientras miraba a aquella anciana marchitarse en la luz, su boca se abrió en una expresión horrorizada, y sus ojos se vidriaron y la luz ya no los afectaba. Nada se movía... excepto la brisa y su viejo cabello.

Pensé en aquella mujer y en su hijo muerto, y pensé en la gran inteligencia de ambos. Después volví a mirar al sol, que nunca perecía. Era el mismo sol que la anciana había visto entrar por una grieta en el techo de su cabaña la primera vez que abrió sus ojos cuando era un bebé... Y fue lo último que vio cuando murió.

Miré otra vez al sol. ¿Y sabes qué? Él era inconsciente de que ella hubiera muerto. Lo miré mientras enterrábamos a la anciana debajo de un gran álamo junto al río.

Mientras el sol se ponía aquella tarde, lo maldije. Lo vi sentarse sobre repisa de montañas como una gran joya incandescente, con ojos escarlata Miré las montañas color púrpura y el valle, envueltos en la niebla, y vi los rayos de la luz del sol dorar todas las cosas y hacerlas ilusoriamente hermosas. Vi las nubes, cuya palidez azul recobró vida en tonos escarlata, rosa fuego y rosado.

Continué mirando aquella gran luz mientras se retiraba por detrás de montañas que ahora surgían como dientes afilados en el horizonte, has que los últimos rayos de su belleza bajaron por detrás de la última montaña, Oí a un pájaro nocturno gritar por encima de mí y miré a los cielos para ver la luna pálida reluciendo contra un cielo oscurecido. Se levantó una brisa, y mientras soplaba en mi pelo y secaba mis lágrimas, todo mi ser enfermó.

Yo era un gran guerrero. Con una espada podía partir a un hombre en dos en un instante. Había degollado, despedazado y descuartizado. Había olido la sangre y quemado gente. Pero ¿por qué hice todo aquello? El sol se ponía con toda su magnificencia, los pájaros cantaban en la noche, y la luna salía a pesar de todo.

Fue entonces cuando empecé a reflexionar sobre el Dios Desconocido-Lo único que realmente quería era entender aquello que parecía tan asombroso , tan misterioso y tan lejano. ¿Y qué era el hombre? ¿Qué era él? ¿Por qué no era más que el sol? ¿Por qué no pudo vivir la anciana? ¿Por qué el hombre —aún siendo la multitud que más abunda en este plano, la fuerza creadora y la fuerza unifícadora— era la criatura más vulnerable de la creación? Si el hombre era tan grande como me había dicho mi gente, ¿por qué no era lo suficientemente importante como para que el sol se detuviera en señal de luto por su muerte? ¿O para que la luna se volviera púrpura? ¿O para que los pájaros dejaran de volar? El hombre parecía carecer de importancia, puesto que todas estas cosas seguían su marcha aunque él pereciera. Todo lo que quería era saber.

No tuve un maestro que me enseñara sobre el Dios Desconocido, pues no confiaba en ningún hombre; tanto había visto y perdido a causa de la maldad del hombre y su pensamiento alterado. Había visto al hombre despreciar al hombre y negarle la existencia de su alma. Había visto inocentes destripados y quemados por miedo. Había visto niños desnudos en grupos de esclavos, examinados por almas perversas que les arrancaban su vello de adolescentes, para que mantuvieran su imagen de niños cuando los violaran. Había visto sacerdotes y profetas inventar, con su odio hacia la humanidad, criaturas de gran tormento y fealdad para poder gobernar y esclavizar a las gentes con las leyes de la religión. No había ningún hombre viviente a quien pudiera tener como maestro, puesto que todos ellos tenían el pensamiento alterado, habían tomado aquello que era realmente puro e inocente, y lo habían alterado a través de su propio entendimiento limitado. No quería saber nada de un Dios creado por el entendimiento del hombre, porque si
el hombre había creado a aquel Dios, éste sería falible.

Fueron los elementos de la vida, los maestros más verdaderos de todos, los que me enseñaron sobre el Dios Desconocido. Aprendí de los días, de las noches, Y aprendí de la vida tierna e insignificante que abunda incluso en medio de la destrucción y la guerra.

Contemplé al sol en su advenimiento glorioso sobre el horizonte. Contemplé su marcha por los cielos, que acababa en la esfera oeste y de ahí se iba a dormir. Aprendí que el sol, aunque era mudo, controlaba la vida sutilmente, ya que todos los que eran bravos y valientes y luchaban entre sí, cesaban su batalla cuando el sol se ponía.

Contemplé la belleza de la luna en su pálido resplandor mientras bailaba los cielos, iluminando la oscuridad de maneras misteriosas y maravillosas. Vi las fogatas de nuestro campamento encender el cielo del atardecer; escuché a las aves que aterrizaban en el agua, a los pájaros susurrando en sus nidos nocturnos, y a los niños con sus risas. Observé las estrellas fugaces, los ruiseñores, la escarcha en los juncos y el lago plateado de hielo, creando la ilusión de otro mundo. Vi cómo las hojas de los olivos se tornaban de esmeralda a plata cuando el viento soplaba a través de ellas.

Observé a las mujeres paradas en el río mientras llenaban sus cántaros de agua, con sus ropas atadas descubriendo sus rodillas de alabastro. Escuché el bullicio de sus habladurías y la broma en sus risas. Olí el fuego de hogueras distantes, y el ajo y el vino en el aliento de mis hombres.

No fue hasta que observé y reflexioné sobre la vida y su continuidad que descubrí quién era realmente el Dios Desconocido. Deduje que el Dios Desconocido no era ninguno de los dioses creados por el pensamiento alterado del hombre. Me di cuenta de que los dioses en las mentes de los hombres son sólo las personalidades de aquello que más temen y respetan; el auténtico Dios es la esencia siempre continua que permite al hombre crear y representar sus ilusiones de cualquier manera que él elija, y que todavía estará ahí cuando el hombre vuelva otra vez, en otra primavera, en otra vida. Me di cuenta de que es en el poder y la continuidad de la fuerza de la vida en donde el Dios Desconocido yace realmente.

¿Quién era el Dios Desconocido? Era yo..., y los pájaros en su nido nocturno, la escarcha en los juncos, el rocío de la mañana y el cielo del atardecer. Era el sol y la luna, los niños y su risa, las rodillas de alabastro y el agua del río. Era el olor del ajo, el cuero y el metal. Me llevó mucho tiempo llegar a este entendimiento, sin embargo, había estado siempre ante mis ojos. El Dios Desconocido no estaba más allá de la luna o del sol. Estaba a mi alrededor. Y con este nuevo nacimiento de la razón empecé a abrazar la vida, a apreciarla y a encontrar una razón para vivir. Había algo más que sangre y muerte y el hedor de la guerra, había vida, más de la que nunca habíamos percibido.

Fue a través de este entendimiento que, en los años siguientes, yo llegaría a comprender que el hombre es lo más grandioso entre todas las cosas, y que la única razón por la que el sol sigue su curso mientras que el hombre muere, es porque el sol nunca contempla la muerte. Todo lo que él sabe, es ser.

Cuando descubrí por medio de la contemplación, quién y qué era el Dios Desconocido, no quise marchitarme y morir como lo hizo la anciana. Debe haber un medio, pensé, de vivir para siempre, como el sol.

Una vez me hube repuesto de mi terrible herida, poco tenía que hacer sino sentarme en un altiplano y contemplar cómo mi ejército engordaba y se volvía holgazán. Un día, mientras miraba al horizonte para ver las siluetas vagas de montañas fantasmales y valles aún inexplorados, me pregunté cómo sería ser el Dios Desconocido, el elemento de la vida. ¿Cómo podría yo ser parte de esa esencia que es continua?

Fue entonces cuando el viento me jugó una treta y me insultó más de lo que yo podía aceptar. Sopló sobre mi capa, que era grande y majestuosa, y la arrojó sobre mi cabeza. ¡Qué cosa más ridicula! No era una posición muy digna para un conquistador. Luego el viento hizo que un maravilloso remolino de polvo color azafrán creara una columna detrás de mí que subía hasta los cielos. Y en cuanto me distraje, el viento cesó y todo el polvo cayó sobre mí.

Y luego el viento se fue soplando por el cañón, río abajo, atravesando los maravillosos huertos de olivos, tornando las hojas de esmeralda a plata. Y levantó las faldas de una hermosa muchacha alrededor de su cintura, con todo el revuelo que ello provocó. Y luego se llevó el sombrero de un niño pequeño, y el niño fue corriendo tras él, riendo sin parar.

Le ordené al viento que volviera, pero sólo se rió en el vendaval del cañón. Luego, cuando mi cara se volvió azul de tanto gritar órdenes, me senté en cuclillas... y él vino y sopló en mi cara suavemente. ¡Eso es libertad!

Mientras que no había hombre al que yo tuviera como ideal, el viento demostró ser mucho más que un ideal para mí. Al viento no lo puedes ver, pero cuando se echa con furia sobre ti, estás asediado. Y no importa lo grande y poderoso que seas, no puedes declararle la guerra al viento. ¿Qué puedes hacerle? ¿Acuchillarlo con tu espada? ¿Despedazarlo con tu hacha? ¿Escupirlo? Él no hará más que arrojártelo de vuelta en el rostro.

¿Qué otra cosa podría ser el hombre, pensé, que le diera esa libertad de movimiento, ese poder, y que fuera incapaz de dejarse aprisionar por la naturaleza limitada del hombre, que le permitiera estar en todas partes y a todas horas, y que, a diferencia del hombre, nunca muriera?

Para mí el viento era la esencia suprema, siempre continuo, libre de movimiento, ocupando todo, sin forma ni fronteras, mágico, explorador y aventurero. Y es ésta, realmente, la semblanza más cercana que existe a la esencia-Dios de la vida. Y el viento nunca juzga al hombre. El viento nunca abandona, y si lo llamas vendrá hasta donde estés, por amor. Los ideales tendrían que ser así.

Así que yo deseaba convertirme en el viento. Y lo contemplé durante años y años. Ese era mi ideal. Eso es lo que quería ser. Eso era a lo que apuntaban en convertirse todos mis pensamientos. Contemplé el viento y me alineé con su naturaleza escurridiza y su ligereza, con sus contornos indefinibles. Y al contemplar el viento, en la búsqueda de mi realización, en el viento me convertí.

El primer acontecimiento no tuvo lugar hasta seis años después de que me atravesaran con la espada. Cada atardecer iba a sentarme en mi altiplano solitario, miraba fijamente a la luna y su fina palidez, y contemplaba el viento. Y llegó un momento en que, para mi sorpresa, me encontré suspendido en los cielos y cuando me volví y miré hacia abajo, no sabía quién era.

En un instante me di cuenta de que estaba muy lejos de la simple partícula de mi cuerpo, allí abajo en el altiplano. Cuando miré hacia abajo y me vi por encima de mi cuerpo, sentí miedo por primera vez desde que me atravesaron con la espada. Fue ese miedo lo que me devolvió a mi cuerpo.

Abrí mis ojos y sentí un sudor frío y caliente al comprender que había estado en otro lugar, fuera de la prisión de mi cuerpo. Estaba en el paraíso porque estaba seguro de que me había convertido en el viento. Me arrojé al suelo y alabé a Dios: la Fuente, el Poder, la Causa, el viento. Nunca olvidaré aquel espléndido momento cuando me convertí en la gracia, la belleza y abundante vida del viento. Y llegué a la conclusión de que lo que me permitió convertirme en eso, fue mi completa determinación de transformarme en mi ideal, manteniendo siempre clara en mi pensamiento la visión de lo que quería ser.

La siguiente tarde fui a mi lugar de actividad solitaria, contemplé el viento con gozo exuberante y me convertí... en nada. Lo intenté otra vez, y otra y otra. Sabía que mi experiencia no había sido simplemente mi imaginación. Había visto una perspectiva diferente, había estado en el aire como una paloma o un halcón y había visto mi lamentable yo debajo de mí.

No quería nada, no deseaba nada, nada, sino el pensamiento de convertirme en esa libertad. Pero sin importar cuán desesperadamente luché, ni cuánto sudor salió de mi cuerpo, ni cuántas maldiciones siguieron, no fui a ninguna parte. Me quedé, y mucho más pesado que antes, porque era más consciente de lo mucho que pesaba. Pero nunca perdí mi ideal, ni olvidé la sensación de aquel momento cuando por primera vez miré por encima de mi cuerpo insignificante.

Pasó mucho tiempo antes de convertirme en el viento de nuevo, dos años desde la primera vez, según vuestro cómputo del tiempo. Esta vez sucedió, no tras contemplar el viento, sino a través de un sueño apacible. Había alabado a la Fuente, al sol, a la vida, al polvo de azafrán, a la luna, a las estrellas, al dulce aroma del jazmín; los alabé a todos. Y antes de cerrar mis párpados, estaba en los cielos otra vez: era el viento.

Una vez hube perfeccionado la capacidad de abandonar mi cuerpo, me llevó mucho tiempo aprender cómo desplazarme a otros lugares.

Sucedió un día que uno de mis hombres se hallaba en una situación muy peligrosa. Se había caído del caballo, pero su pie seguía metido en el estribo. En el momento que puse mi pensamiento en él, estaba con él, y liberé su talón. Estuve con él y le deseé que se repusiera, pero él pensó que yo era un sueño.

Durante muchos años viajé con el pensamiento a otros reinos y vi otras entidades. Visité civilizaciones en el nacimiento de su futuro, y vidas nunca vistas. Aprendí a viajar en un instante, porque descubrí que donde está el pensamiento, está la entidad. ¿Y cómo conquisté a partir de entonces? Fui un enemigo imponente puesto que conocía la manera de pensar de mis rivales. Por lo tanto, me burlé de todos ellos. Nunca volví a asediar sus reinos, dejé que ellos solos se asediaran.

Poco a poco, a lo largo de muchos años, y a medida que el pensamiento de transformarme en mi ideal se convertía en la fuerza vital de las células de mi cuerpo, mi alma, gradualmente, cambió la programación de cada estructura celular, aumentando la frecuencia vibratoria en todas ellas. ¡Tan fuerte era mi deseo! Cuanto más en paz estaba con la vida, más experimentaba esa emoción en toda mi estructura física, hasta que me fui volviendo cada vez más y más ligero. La gente me miraba y decía: «Mirad, hay una luz alrededor el maestro». Y la había, ya que mi cuerpo estaba vibrando a una velocidad más rápida, pasando de la velocidad de la materia a la velocidad de la luz; eso es lo que hacía que una luz emanara de mi ser.

Con el tiempo, mi cuerpo se fue volviendo más ligero y tenue a la luz de la luna. Entonces, una noche, llegué hasta donde estaba la luna. Ya no viajaba solo con el pensamiento, había aumentado las vibraciones de mi cuerpo hasta vibrar como la luz, y me había llevado la totalidad de mi cuerpo conmigo. Estaba lleno de júbilo y alegría, porque aquello que había logrado nunca se había oído antes. Volví sólo para ver si lo podía hacer otra vez. Y lo hice una y otra y otra vez, sesenta y tres veces antes de mi ascensión final. Se convirtió en una expectativa, como el respirar lo es para ti.

Cuando me convertí en el viento, me di cuenta de lo limitado que había sido y de lo libres que eran los elementos. Cuando me convertí en el viento, me convertí en un poder invisible y sin forma, que es luz palpitante, indivisible. Así, podía moverme entre los valles y cañadas, a través de montañas, océanos y estratos, y nadie podía verme. Y como el viento, tenía el poder de tornar en plata las hojas esmeralda, de mover árboles inamovibles, de penetrar en los pulmones de un bebé o en la boca de un amante, y regresar a las nubes y empujarlas. Cuando me convertí en el viento, me convertí en la cúspide de un poder en movimiento que nunca puede ser domado, un movimiento salvaje que es libre, libre de peso, libre de medida, libre del tiempo. Cuando me convertí en el viento me di cuenta de lo pequeño e impotente que es el hombre en su ignorancia de sí mismo... y de lo grande que se vuelve cuando se extiende hasta el conocimiento. Aprendí que cualquier cosa que el hombre contemple lo suficiente, meramente por deseo,
en ello se convertirá. Si el hombre se dice repetidamente a sí mismo que es un ser miserable, sin alma, impotente, lo creerá y en ello se convertirá. Si se llama a sí mismo señor del viento, será el señor del viento, como yo lo fui. Y si se llama a sí mismo Dios, se convertirá en Dios.

Una vez que hube aprendido estas cosas, empecé a enseñar a mis amados hermanos sobre el Dios Desconocido, la Fuente de toda la vida. Llegó un día, cuando yo era ya un anciano, en que todo lo que siempre me había propuesto realizar dentro de mi ser, había sido realizado. Emprendí una marcha sobre el río Indo, y allí, en la ladera del monte llamado Indus, estuve en comunión con mi gente durante ciento veinte días. Les insistí para que supieran que lo que yo había entendido era verdad, que la fuente de su camino hacia la divinidad no venía a través de mí ni de ningún otro hombre, sino del Dios que nos había creado a todos. Para que lo creyeran —y para su sorpresa— me elevé delicadamente por encima de todos ellos. Las mujeres gritaron y se horrorizaron, los soldados arrojaron sus enormes espadas asombrados. Los saludé y me despedí de todos ellos, y los alenté para que aprendieran como yo había aprendido, y llegaran a ser lo que yo había llegado a ser, cada cual a su manera.

Aprendiendo a comprender los elementos de la vida, a los que yo encontraba más fuertes e inteligentes que el hombre, y que vivían en coexistencia pacífica al lado del hombre y a pesar de él, descubrí al Dios Desconocido.

Si le preguntas a un hombre: «¿Cuál debe ser mi aspecto? ¿En qué debo creer? ¿Cómo debo vivir?», si haces eso, morirás. Eso es una gran verdad. Ve y pregúntale al viento: «Dame el conocimiento, viento. Ábreme y permíteme saber», y él te transformará de verde oliva a plata, y te llevará por los recovecos de los cañones, riendo contigo, descaradamente libre.

Yo fui muy afortunado al aprender de los elementos de la vida. El sol nunca me maldijo, ni la luna me dijo que yo debía ser de una determinada manera. Y los elementos nunca me reflejaron el fracaso. La escarcha y el rocío, el olor de la hierba, el ir y venir de los insectos, el grito del pájaro nocturno, son todas cosas infalibles cuya esencia es simple. Y lo maravilloso de ellos es que en su simplicidad y constancia nunca pidieron nada de mí. El sol nunca me miró y dijo: «Ramtha, debes adorarme para conocerme». La luna nunca me miró y dijo: «Ramtha, ¡despierta! ¡Es hora de que admires mi belleza!» Ellos estaban ahí en cualquier momento en que yo alzara la vista para contemplarlos.

Aprendí de algo que es constante, que no juzga, y que es fácilmente inteligible si el hombre pone su mente en ello. Por eso yo no estuve en manos del pensamiento alterado del hombre con su hipocresía, creencias supersticiosas, dogmas, y los dioses de muchas caras que debes tratar de apaciguar. Por eso fue fácil para mí aprender en una sola existencia sobre este plano, lo que la mayoría de la gente aún tiene que entender, porque ellos buscan a Dios en el entendimiento de otros hombres. Buscan a Dios en las leyes del gobierno, de la iglesia, en una historia de la que aún les queda cuestionarse quién la escribió y por qué se escribió. El hombre ha basado sus creencias, su entendimiento, sus procesos de pensamiento, su vida misma, en algo que vida tras vida ha demostrado ser un fracaso. Y todavía el hombre, tropezando con su pensamiento alterado, prisionero de su arrogancia, continúa con esa hipocresía inquebrantable que sólo conduce a la muerte.

Después de ascender fue cuando supe todo lo que quería saber, porque salí de la densidad de la carne y entré en la fluidez del pensamiento; y al hacer esto ya nada me inhibía. Supe entonces que el hombre era verdaderamente, en su esencia, Dios. Antes de ascender no sabía que existiera algo semejante al alma, tampoco entendía los mecanismos de ascensión del cuerpo. Sólo sabía que estaba en paz con todo lo que había hecho y con la vida misma. Ya no era un bárbaro ignorante, ansioso de batalla. Ya no me sentía rendido y fatigado. Abracé la vida y las maravillas que veía en los cielos, día tras día y noche tras noche. Esa fue mi vida.

Aprendí a amarme a mí mismo cuando me comparé con algo grande y majestuoso. Mi vida se completó cuando tomé todo mi conocimiento y lo enfoqué sobre mí mismo. Fue entonces cuando la paz llegó, cuando comencé a saber más. Fue entonces cuando fui uno con el Dios Desconocido.

No fue en el viento en lo que me convertí, sino en el ideal que el viento representaba para mí. Ahora soy su señor, porque me transformé en el principio invisible que es libre, omnipresente y uno con toda la vida. Fue al convertirme en este principio cuando entendí al Dios Desconocido, todo lo que él es —y todo lo que no es— porque eso es lo que yo quería entender. Encontré dentro de mí las respuestas que me permitieron expandirme hacia un entendimiento mayor.

Yo fui Ram el Conquistador. Ahora soy Ram el Dios. Fui un bárbaro que se convirtió en Dios a través de las cosas más simples y sin embargo las más profundas. Lo que yo te enseño es lo que aprendí.



Extracto de: Los orígenes de la civilización humana - Ramtha

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