Prueba de sanación.
Varios/Otros
Varios días después de salir de la Unidad de Cuidados Intensivos, empecé terapia física para fortalecer mis músculos. El primer día que pude caminar por el cuarto, la enfermera me llevó al baño para que me pudiera ver en el espejo. Tan pronto vi mi reflejo esquelético, mi corazón se derrumbó. Era la primera vez, desde que salí del coma, que me sentía descorazonada.
Le pedí a la enfermera que me dejara sola por unos minutos para tener algo de privacidad.
Simplemente continué mirándome en el espejo. Casi no reconocía a la persona que me miraba. La mayoría de mi pelo se había caído por manojos; mis ojos parecían demasiado grandes para sus cuencas; mis pómulos eran pronunciados y tenía una curación en el cuello debajo de mi oído derecho, que escondía una gigantesca lesión de piel abierta. Me mantuve absorta en mi propia imagen y empecé a llorar.
Lloré no por vanidad. Mi apariencia física no parecía tener importancia en ese momento. En lugar, sentía la misma tristeza profunda que cualquiera sentiría al ver a una persona en esa condición.
Sentía dolor combinado con una profunda empatía. Podía ver en esa imagen –en esa cara, en esos ojos- los años de sufrimiento necesarios para llegar a dónde estaba ahora, parada delante del espejo.
“¿Cómo pude permitirme pasar por tanta angustia? ¿Cómo pude causarme a mí misma todo este dolor?”, pensé apesadumbrada.
Si, sentí que yo me lo había causado. Levanté mi mano hacia el espejo y al tocar la imagen de mi cara en lágrimas, hice la promesa que nunca más me haría un daño semejante.
Los doctores estaban muy cautelosos respecto a mi sanación, particularmente por el estado en que me encontraba cuando ingresé al hospital. Querían ajustar la dosis de quimioterapia que me estaban formulando –a la cual ¡le había tenido tanto miedo!
Yo observaba cuando las enfermeras venían a administrarme la quimioterapia. Ellas traían las bolsas con drogas que entraban directamente por mis venas. Cada bolsa tenía la etiqueta “VENENO”, en letras mayúsculas y rojas. Las enfermeras usaban máscaras y guantes de caucho para que, en caso de accidente, no tuvieran contacto con esos químicos peligrosos. Era increíble, pero me parecía aceptable que estas drogas fueran introducidas directamente en mi torrente sanguíneo.
Yo sabía que no necesitaba la quimioterapia. Los doctores la prescribían por sus propias razones y no por las mías, ya que yo sabía que era invencible. Nada podía destruirme, ni siquiera veneno inyectado en mis venas – ¡exactamente la misma cosa a la que le tuve tanto miedo por años! Fue interesante ver que no sufría de los efectos secundarios normales. Mi equipo médico estaba muy sorprendido de que no tuviera las náuseas comunes asociadas a este tratamiento.
Sentí que había logrado una importante victoria. Había superado por completo mi miedo a todo –a morir, al cáncer y a la quimioterapia- y esto comprobaba que había sido el miedo el que me estaba destruyendo. Sabía que si esto hubiera pasado antes de mi experiencia en el otro reino, la simple palabra “veneno”, en la etiqueta de la droga que estaba corriendo por mis venas, así como las enfermeras cubiertas con su equipo de seguridad para evitar la contaminación, me hubieran producido suficiente miedo como para matarme. El sólo efecto sicológico me hubiera acabado, porque ya sabía que tan llena de miedo estaba.
Por el contrario, me sentía invencible. Sabía que la decisión de regresar que tomé en el otro lado, venció completamente cualquier obstáculo que se estaba presentando en el mundo físico.
Los doctores querían hacerme una serie de exámenes para obtener un cuadro más exacto de mi situación actual, para poder ajustar la dosis de la quimioterapia que me administraban. Acepté de mala gana, principalmente porque sabía que ellos necesitaban los exámenes más que yo, como prueba de que me había sanado, pero también en parte, porque yo sabía de antemano cuáles serían los resultados. Me sentiría victoriosa al probar que yo estaba en lo correcto. Sin embargo, los doctores estimaron que estaba todavía muy débil para soportar exámenes tan exhaustivos y decidieron dejarlos para las próximas semanas mientras yo continuaba mejorando y poniéndome más fuerte. Pesaba menos de 41 kilos y se requería que subiera los niveles de nutrición antes de hacerme cualquier examen que involucrara incluso una cirugía menor, pues cualquier requerimiento para lograr una mejoría adicional podría exigir un esfuerzo excesivo para mis ya agotadas defensas.
Las lesiones de la piel eran inmensas; las lavaban y cubrían diariamente, el equipo de enfermeras.
Ya que eran grandes y profundas, los doctores pensaban que no curarían sin cirugía. Mi cuerpo no tenía la nutrición ni la fuerza requerida para recuperarse de heridas mayores, por lo cual un cirujano reconstructivo vino a dar su diagnóstico.
Confirmó que mis heridas eran demasiado grandes para sanar por sí solas, ya que mi cuerpo no tenía los nutrientes necesarios para ayudar en el proceso. Sin embargo, pensó que todavía yo estaba muy débil para resistir la cirugía reconstructiva y solicitó que las enfermeras continuaran manteniendo las lesiones limpias y cubiertas hasta que yo tuviera la suficiente fuerza para el procedimiento. Todavía me faltaban músculos y carne en mis huesos.
Uno seis días después de salir de la Unidad de Cuidados Intensivos, empecé a sentirme un poco mejor para caminar por el corredor del hospital, de arriba abajo, por cortos períodos de tiempo.
Después necesitaba descansar. El primer examen que me hicieron cuando los doctores consideraron que estaba lo suficientemente fuerte para resistirlo, fue una biopsia de médula ósea.
Se trata de un procedimiento muy doloroso, pues insertan una aguja gruesa en la base de la espina para sacar médula ósea.
Es común en caso de linfomas, en estado avanzado, que hagan metástasis en la médula ósea; los doctores esperaban confirmar esta posibilidad en mis resultados. Su intención era determinar qué drogas me debían dar y cuál sería la dosis apropiada.
Me acuerdo el día en que recibí los resultados. El doctor vino a mi cuarto con un equipo completo de personal del hospital y se veía preocupado: “Tenemos los resultados de la biopsia de médula ósea y son un poco preocupantes.”
Por primera vez en varios días, sentí algo de ansiedad: “¿Por qué? ¿Cuál es el problema?”
Mi familia estaba conmigo en el cuarto y todos se veían preocupados.
“No podemos encontrar cáncer en su médula ósea”, dijo.
“Entonces, ¿cómo puede ser eso un problema?”, preguntó Danny. “¿No significa eso que ella no tiene cáncer en su médula ósea?
“No. Eso no es posible”, dijo el doctor. “Ella definitivamente tiene cáncer en su cuerpo –no puede simplemente desaparecer tan rápido. Sencillamente tenemos que encontrarlo, y hasta que lo hagamos hay un problema, porque no puedo determinar la dosis de su droga.”
Luego los doctores enviaron mi muestra de médula ósea a uno de los laboratorios de patología más sofisticados del país. Cuatro días más tarde llegaron los resultados negativos –no había cáncer. Tuve un sentimiento sobrecogedor de victoria cuando me dieron las noticias.
Para no darse por vencidos, los doctores querían ahora una biopsia de los nódulos linfáticos. Al principio mi nueva realidad que expresaba que “yo era mi propia obra” quería pelear y decirles:
“¡No, ustedes no me van a hacer más exámenes porque es mi cuerpo y ya sé que no encontrarán nada!”
Sin embargo, como los doctores le insistían a mi familia que se acordaran del estado en que había ingresado al hospital hacía sólo unos días, decidí dejarlos que prosiguieran con sus exámenes porque estaba absolutamente segura que no encontrarían nada. Me daba cuenta que saldría siempre victoriosa y triunfante de cada examen médico que me practicaran.
En realidad le dije al doctor: “Haga lo que tenga que hacer pero quiero que sepa que todos ustedes están haciendo esto para convencerse a sí mismos. ¡Yo ya sé los resultados!”
Me dieron otros días para fortalecerme más para la biopsia que requería cirugía menor. Poco antes del procedimiento, me enviaron al departamento de radiología. El radiólogo tenía que usar equipo de ultra sonido para encontrar el nódulo linfático más grande y marcar el punto en mi piel donde el cirujano pudiera hacer la incisión para la biopsia.
Acostada en la mesa del laboratorio de radiología, noté que mis primeros exámenes, tomados el día que entré al hospital, estaban puestos en la caja lectora de Rayos X y mostraban dónde se encontraban todos los tumores. El radiólogo notó en esos exámenes que mi cuello estaba repleto con glándulas inflamadas y tumores, así que pasó el ultrasonido por toda la parte de atrás de mi cuello hasta la base de mi cabeza. Luego lo pasó por los lados y finalmente hacia arriba y abajo en la parte anterior de mi cuello. Noté confusión y desconcierto en su expresión.
Se refirió nuevamente a las radiografías anteriores y luego regresó donde yo estaba sobre la mesa.
Me preguntó si podía usar el ultrasonido debajo de mis brazos. Yo le dije que sí, pero después de chequear esta área, seguía desconcertado. Luego revisó mi pecho, la espalda y el abdomen.
“¿Todo está bien?”, pregunté.
“Estoy confundido”, dijo.
“¿Por qué? ¿Qué pasa?” Yo tenía una sospecha de lo que estaba pasando.
“Perdóneme un minuto”, me contestó.
El radiólogo fue hacia el teléfono cerca de donde me encontraba y lo oí llamando a mi oncóloga.
“No entiendo. Tengo radiografías que muestran el sistema linfático del paciente lleno de cáncer hace apenas dos semanas; pero ahora no puedo encontrar un nódulo linfático en su cuerpo de un tamaño que sugiera que hay cáncer”, le oí decir.
Una sonrisa cruzó mi cara, mientras él regresaba hacia la mesa; yo me senté y le dije: “¡Bien, entonces creo que me puedo ir ahora!”
“No tan rápido”, me respondió. “Su oncólogo insistió que encuentre un nódulo linfático para hacer la biopsia, porque no es posible que usted no tenga cáncer en su cuerpo. El cáncer simplemente no desaparece así. Entonces tendré que identificar un nódulo en un sitio de fácil acceso como su cuello.”
Procedió a marcar un nódulo en mi cuello, aunque no estaba inflamado. Me programaron la cirugía; el cirujano hizo una pequeña incisión en el lado izquierdo de mi cuello para remover uno de mis nódulos linfáticos.
Como esto fue realizado bajo anestesia local, yo estaba completamente consciente. Realmente, me disgustaron las sensaciones molestas en mi cuello donde el doctor cortó el nódulo. Todavía recuerdo el olor de mi propia piel quemada cuando el cirujano cauterizó la herida. Pensé en ese momento, que tal vez no era tan buena idea, estar de acuerdo con que me hicieran este tipo de procedimientos. Sin embargo, una vez más los resultados mostraron que no había rastros de cáncer.
A este punto, realmente empecé a protestar por los continuados exámenes y las drogas, porque en el fondo yo sabía, sin lugar a dudas, que había sido sanada. También empezaba a sentirme impaciente por estar confinada en el hospital. Quería salir y empezar nuevamente a explorar el mundo, principalmente porque sabía que yo iba a estar bien. Pero los doctores se resistieron, insistiendo que necesitaba más exámenes y drogas. Me recordaban el estado en que me encontraba cuando fui admitida en el hospital.
“Si ustedes no encuentran cáncer en mi cuerpo, ¿por qué aún necesito esto?”, les pregunté.
“Sólo porque no encontremos el cáncer no significa que no esté ahí. ¡No olvide que usted estaba en estado terminal cuando entró hace sólo unas semanas!”, me respondieron.
Finalmente, me hicieron una tomografía de cuerpo entero (PET) y cuando los resultados mostraron que estaba libre de cáncer, mi tratamiento llegó a su final.
Igualmente, para el asombro del equipo médico, los preparativos que habían hecho con el cirujano reconstructivo para cerrar las lesiones de mi cuello fueron innecesarios porque ellas sanaron por sí mismas.
El día 9 de marzo de 2006, después de 5 semanas en el hospital, me dieron salida y regresé a casa.
Era capaz de caminar sin ayuda, aunque todavía la necesitaba un poco para subir y bajar escaleras.
Pero estaba en tal estado de euforia, que los médicos escribieron realmente en letras grandes en la orden de salida del hospital: “Se permite la salida para ir a casa a descansar. ¡NO PUEDE IR DE COMPRAS O A FIESTAS MÍNIMO POR SEIS SEMANAS!”
Pero, ¡yo no iba a aceptar nada de eso! Sólo una semana más tarde, para mi cumpleaños en marzo 16, salí a mi restaurante favorito, Jimmy´s Kitchen, a comer con mi familia para celebrar mi nueva vida. Y en la semana siguiente, el día 26 de marzo, fui a la boda de una amiga. Para sorpresa de mis amigos, quienes sabían por todo lo que yo había pasado, bailé y tomé champaña, plena de felicidad.
Sabía más que nunca que la vida era para vivirla con felicidad y abandono.
CAPÍTULO 10 - PRUEBA DE SANACIÓN
Extracto del Libro: “MUERO POR SER YO” de ANITA MOORJANI (Mar/2012)
Traducción libre y gratuita al español de mi esposa y revisión mía (Sep/2012)
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